Es cortito. Es
simple. Es póstumo. Es una excusa para hablar de cine en una revista de cine. Y
sin embargo, es Puig en su máxima expresión. Puig condensado. Puig sin diluir.
Un sobrecito de jugo Puig.
Empecemos por el final: el libro termina con dos artículos, uno sobre
Dolores del Río, “Una actriz y sus directores”, y uno sobre la relación entre
literatura y cine desde la experiencia de Puig, “El fin de la literatura”. Sobre
el primero, no puedo decir nada. No conozco a Dolores del Río, ni a ninguno de
los directores que se nombran. Sólo pude sacar en limpio de este artículo la
admiración que sentía el escritor por esta actriz, y por sus películas. El
artículo que cierra el libro, “El fin de la literatura”, es una excelente
comparación entre la experiencia estética de la lectura y la de la
visualización de películas. Empieza negando la premisa de que el cine o la
televisión van a acabar con el hábito de la lectura. Explica qué es lo que
tiene la literatura que hace que sea un género radicalmente diferente del cine:
el libro puede esperar, el lector puede volver atrás, puede pausar la lectura y
reflexionar, pensar, intentar entender. En cambio, con una película (vista en una
sala de cine, se entiende) esto no es posible. Si se te escapó un detalle, se
fue, se perdió. No hay chances de dar vuelta la página y volver a ver qué fue
eso que pasó por la pantalla tan fugazmente que tus ojos no percibieron y tu
atención no retuvo. Además marca la diferencia entre la literatura y el cine
desde su experiencia personal de escritura: “Yo no decidí pasar del cine a la
novela. Estaba planeando una escena del guión en que la voz ‘en off’ de una tía
mía introducía la acción en el lavadero de una casa de pueblo. Esa voz tenía
que ser de unas tres líneas de duración, al máximo, y siguió sin parar unas
treinta páginas, no hubo modo de hacerla callar [Terminó siendo un capítulo de La traición de Rita Hayworth, tengo
entendido.] (…). Creo que lo que me llevó a ese cambio de medio expresivo fue
una necesidad de mayor espacio narrativo. (…) El cine exige síntesis, y mis
temas me exigían otra actitud (…)”.
Los cuentos —ninguno de más de diez páginas con márgenes exageradamente
grandes— son pequeñas muestras de la estética y la idiosincrasia de Puig. La
contratapa nos hace un muestreo de los personajes que habitan estas historias: “un
viejo emigrado italiano sueña en la Argentina una videoteca de obras maestras
del neorrealismo (…). Una famosa actriz del pasado reconoce, sin ocultar sus
celos profesionales, el extraordinario talento de la olvidada Isa Miranda (…).
Dos maricas, que viven pendientes de la vida de las estrellas de cine, se
conmueven hasta las lágrimas hablando de Silvana Mengano (…). Greta Garbo se le
aparece al cineasta Max Ophüls que (…) muere en un hospital”. Es imposible no
ver en este repertorio, en estas tramas resumidas, la obra novelística entera
de Puig; es imposible no “leer” en estos cuentos, La traición de Rita Hayworth, Boquitas
Pintadas, El beso de la mujer araña, Pubis
angelical, o cualquier de ellas. Novelas siempre repletas de dramas
cotidianos, de chismerío pueblerino, de maricas y de divas de cine. Si no
supiera que fueron escritos en 1990 muy poco antes de su muerte, diría que es el germen, la preparación necesaria para sus novelas. Pero teniendo este dato, se
puede adivinar que esto es Puig completamente condensado y sin diluir. Puig acotado. Puig sin ese mayor espacio narrativo que lo hizo buscar en la novela su género narrativo predilecto.
Sí que hay chances de volver atrás las películas. No estamos en los años 50.
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