“Si dejo elegir
a mis pies, me llevan camino del mar”. Siempre que escucho esa canción, pienso
que si yo dejara elegir a mis pies, me llevarían a buscar un otoño fresco en el
campo, cerca de un fuego. ¿Por qué el otoño me gusta tanto? ¿Qué fue lo que pasó
un abril fresco y algo nublado, algún día de mi infancia o adolescencia? ¿Dónde?
Sensaciones que
constantemente me llevan a ese día idílico y probablemente inexistente, inventado
en mi cabeza (seguramente a base de literatura):
El olor del
campo en general, el frescor, la sensación de tener las manos y la nariz frías
por la mañana, el sol débil y tibio entrando por una ventana, iluminando partículas de polvo que flotan en el aire a su antojo, el olor a humo, a fuego, el crepitar de
las hojas y las ramas secas, el olor y el sabor del mate amargo, una casa vieja
en un paisaje rural, el sonido algo crujiente de los pasos sobre el piso de
tierra, el olor, el ruido y la sensación húmeda que deja la lluvia al retirarse,
el sonido suave del agua del río fluyendo, o el chapoteo del agua de una laguna
o del Río de La Plata al golpear contra los bordes de algún muelle.
Todas sus
variantes, sumatorias y combinaciones sirven para generar en mí el mismo efecto
placentero.
Me di cuenta de
que constantemente intento reproducir esas combinaciones, tanto en la realidad
como en los libros que leo y en la música que escucho. ¿Por eso me gustan tanto
Saer, Tizón, Di Benedetto, Fandermole, Carlos Aguirre, Drexler? ¿De ahí que prefiera los
paisajes semirrurales de Borges antes que los urbanos de Arlt? ¿De ahí que prefiera el folklore por sobre el tango? ¿De ahí mi desprecio por la capital y mi idealización
y añoranza constante de lo rural, de la pampa vacía e infinita, homogénea y
hasta aburrida?
Entre Ríos, Fray
Bentos y Punta Indio como lugares paradigmáticos: río, campo (y fuego).