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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



viernes, 8 de enero de 2016

Vestido amarillo

Desde atrás, ella veía una figura un tanto deforme: el óvalo brilloso como pulido, la nuca rolliza y redonda, apenas regada de unos pelos grises; el cuerpo enorme, hinchado y con forma de pera enfundado en la sotana negra; el trasero moviéndose exuberante conforme avanzaba por el pasillo hacia la parte de atrás de la iglesia.
—Sabés que El cantor es un pueblo muy pobre— dijo sin mirar hacia atrás.
—De donde vengo yo también, señor. Somos todos muy pobres. Por eso si se nos enferman los animales…
El cura la interrumpió
—Y la iglesia es una institución que por sobre todas las cosas busca la justicia. Yo, personalmente, creo que el hambre es la mayor de las injusticias. Con hambre, los chicos no pueden estudiar. Con hambre, los adultos no pueden trabajar. Ni hablar de venir a misa. Con hambre, se puede pecar sin importarle a uno los castigos divinos. Con tal de conseguir algo de pan, algo de carne, de leche, se pueden cometer los peores sacrilegios.
Antonia escuchaba mientras caminaban cada vez más despacio. De vez en cuando el cura frenaba y se daba la vuelta para ver si la joven lo estaba siguiendo, si lo estaba escuchando.
—Hace unos años vivió una mujer en el pueblo. Era muy devota, muy muy muy devota. Vivía cerca de la plaza. Su marido trabajaba en el quebrachal, y ella cuidaba a los nenes. Tenían cinco. Todos chiquitos, creo que dos eran mellizos. Todos los domingos venían a misa. No faltaban un día, eh. Siempre, los siete. Se sentaban en la primera fila y escuchaban con atención. Ella se confesaba todos los fines de semana, y se sentía muy mal si alguna que otra vez cometía algún pecado menor o infligían alguna ley sin sentido. Me acuerdo que un sábado vino llorando porque su vecina se había comprado un vestido amarillo. ¿Qué tendrá de triste un vestido amarillo, no? —se dio vuelta, y miró a Antonia con una sonrisa que le provocó asco. —Me acuerdo que vino apurada. Vino caminando, casi corriendo desde su casa. Serán como dos kilómetros de acá. Cuando entró a la iglesia todavía no lloraba, pero apenas entró en el confesionario... Entró a llorar a lágrima viva. “Pero ¿qué pasa, hija? ¿Qué pasó?” me acuerdo que le pregunté. Y ahí es que me dijo, cortado, entre sollozos, que hacía un par de días su vecina se había comprado un vestido amarillo. Por un momento pensé que me iba a venir con que creía que había hecho un pacto con el diablo, o algo así… Por el amarillo, el azufre... —hizo una pausa esperando la respuesta de Antonia que nunca llegó— La gente acá cree en esas cosas… Pero no. Ella lloraba que daba pena; inconsolable. No le podía entender ni medio de lo que decía, se atragantaba con su propio llanto, con sus lágrimas, con los mocos. La mujer estaba hecha un desastre. Yo me asusté, me imaginé de todo. “¿Qué pasó, hija?” le volví a preguntar. ¿Y sabés qué me contestó? Que a su vecina le quedaba tan lindo, y ella vestida como una zaparrastrosa, que se gastaba toda la plata que ganaba su marido en comida para sus hijos, y que por un momento sintió mucha envidia. Y se quedó callada. Llorando, claro, pero no habló más. “¿Y qué más, hija?” le pregunté, esperando que me dijera que por eso le había robado una gallina, o la había maldecido, la había escupido en la cara, le había roto el vestido, no sé, algo. Cualquier cosa. “Nada más”, me dijo. Que cuando la vio con el vestido nuevo sintió envidia. Pero mucha envidia. Tanta envidia que deseó estar en su lugar. Sin hijos, con una casa arreglada: su marido trabajaba para el estado, o algo así, y ganaba un buen sueldito, me contó. Y después se sintió tan mal que tuvo que venir a verme. Sentía que había traicionado a su marido, a su familia. ¿Sabés qué le dije yo? “Mirá, Rosa (Rosa se llamaba esta mujer), la envidia es el menor de tus problemas”. Se quedó callada, la pobre. No entendía nada. Dejó de llorar, dejó de sollozar, solamente se escuchaba la succión de la nariz cuando se tragaba los mocos. No podía entender. “Vamos a ver”, le dije. “La envidia por sí misma es un pecado menor. Mientras vos no hagas nada con eso, no pasa nada”. ¡Y claro! La gente no entiende cuál es la función de los pecados. Algunos me dicen cínico, pero si vamos a ser honestos—para ese momento el cura obeso había dejado de caminar. Estaba agitado, y se había apoyado contra una pared para descansar—, todo eso de los pecados está muy bien, todo muy lindo. Pero ¿cómo podés esperar que una mina que no tiene un mango no envidie a su vecina que puede arreglar su casa y comprarse un vestido? Y eso es lo de menos. ¿Cómo podés esperar que un tipo que se rompe el lomo laburando en el quebrachal diez, doce horas por día, al sol, y apenas tiene para comer no envidie al capataz que va y viene de acá para allá en su camioneta cuatro por cuatro con aire acondicionado? Y por suerte que a los directivos y dueños de la empresa ni los conocen, porque si no… Pero bueno. Mi opinión (y esto es lo que le dije, más o menos, no tan crudamente) es que la función de la iglesia en estos páramos es la de mantener la civilización. Porque con la miseria que hay, si no fuera por nosotros —se señaló a sí mismo. A su cuerpo gordo recubierto en una sotana del tamaño de una sábana—, todos se estarían matando entre todos. Y muchos piensan: “este gordo es un cínico.” —se quedó callado. Antonia no emitió sonido— Muchos colegas míos que vienen desde San Salvador, o mismo desde Formosa y Resistencia me dicen: “Vos estás equivocado. Esa es la función de la policía, la de evitar que la gente se mate entre sí por un pedazo de pan, por un litro de leche para sus hijos, por un vestido amarillo. Nuestra función en la tierra es otra”. Pero ellos no viven acá. No saben que acá la policía está como quien dice de adorno. Hay dos patrulleros, un par de efectivos y el comisario. Yo los conozco a todos. Y son uno peor que el otro. El peor es el comisario, claro… Bueno, eso no importa. Yo creo que si no fuera por la iglesia, hasta los policías se matarían entre ellos buscando una tajada mayor—hizo una pausa, pensativo—. De hecho, lo hacen aunque estemos nosotros acá. Pero creo que si no estuviéramos sería todo mucho peor. Un día lo confesé al comisario, y si te contara… Pero te estaba diciendo que le dije a Rosa: “La envidia es el menor de tus problemas.”, le dije. “Porque ponete a pensar: acá todo el mundo es envidioso, es perezoso, siente ira, es lujurioso, y todas esas cosas. Lo importante es no hacer nada con eso que sentís: ¿Odiás a tu jefe porque te hace laburar por chirola? Está bien, odialo. Pero no le hagas nada, porque ahí estamos en problemas. ¿Estás cansado y preferís quedarte tomando una cerveza en vez de ir a la zafra? (¿Quién no peca de pereza, no?), está bien, rezá uno, dos, tres padrenuestros y un par de avemarías, pero trabajá. ¿Sentís envidia de tu vecina porque tiene un vestido amarillo hermoso? Sentila. Es imposible que no la sientas, si vos tenés un vestido viejo y rotoso. En estos páramos es imposible evitar los pecados. Ni hablemos de la avaricia, el orgullo, la gula y el peor, la lujuria. Todos somos pecadores en El cantor. Pero yo me conformo con que no seamos asesinos, no seamos ladrones. Con que no nos estemos matando unos a los otros todo el tiempo, yo me conformo”.