“De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo”.
El entenado.
Con esta frase empieza El entenado, de Juan José Saer: una
novela en la que un anciano cuenta sus peripecias de juventud, cuando vagando
por los puertos se embarcó en una expedición hacia América durante la cual
muchos de sus compañeros resultaron asesinados y luego devorados por una tribu
que, por alguna razón difícilmente comprensible, no lo asesinaron y comieron a
él, sino que lo mantuvieron hasta que, diez años más tarde lo liberaron a manos
de otra expedición que lo devolvió a Europa. El hecho de que esta novela
esté basada en un acontecimiento histórico reconocible como la expedición de
Solís al Río de la Plata, y su acción transcurra en el tan lejano siglo XVI,
tiene una vinculación evidente con la problematización que hace en reiteradas
ocasiones sobre la idea de la memoria, de su fiabilidad y de la posibilidad de
la representación de hechos pasados.
Entre las primeras páginas de la novela el narrador afirma “que el
recuerdo de un hecho no es prueba suficiente de su acaecer verdadero” (P. 40)
para luego comparar la materia del recuerdo con la del sueño. Mientras vamos
adentrándonos en la novela, en la vida de los indios americanos y en los
recuerdos del narrador se ponen en tensión dos formas de concebir el mundo, dos
cosmovisiones, que traen aparejadas dos formas de concebir la memoria. Por
un lado, la de los indios, que viven presos del caos absoluto, que tienen que
trabajar constantemente para que el mundo no sea tragado por la negrura, por el
devenir que todo lo corroe, y que necesitan del narrador, del def-ghi para
“que
duplicara, como el agua, la imagen que daban de sí mismos, que repitiera sus
gestos y palabras, que los representara en su ausencia y que fuese capaz,
cuando me devolvieran a mis semejantes, de hacer como el espía o el adelantado
que, por haber sido testigo de algo que el resto de la tribu todavía no ha
visto, pudiese volver sobre sus pasos para contárselo en detalle a todos (…).
Querían que de su pasaje por ese espejismo material quedase un testigo y un
sobreviviente que fuese, ante el mundo, su narrador”. (P. 191)