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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



viernes, 20 de marzo de 2015

Ventanas iluminadas

                La noche oscura y silenciosa engaña con su apariencia de sosiego. Es un barrio poco céntrico de una zona del conurbano alejada de la capital, ahí donde la ciudad se disuelve y se funde con el campo; una zona que Borges, de vivir en este siglo, exaltaría con floridas palabras. Ni ciudad ni campo. Orilla.
La luz amarilla, cansada, del farol de la calle, parpadea y se apaga. Se mantiene apagada durante un tiempo largo y vuelve a prenderse para quedar así por unos segundos, y apagarse nuevamente después. Los árboles altos, la falta de luna y ese farol parpadeante vuelven más oscura a la noche. El silencio, en cambio, no necesita ayuda para presentarse con su modalidad de ausencia. No hay coches, no hay gente, no hay ruidos. Son las tres de la mañana y el barrio, la llanura pavimentada de negro, la ciudad diluida en campo, parece dormida.
                No llueve. Si lloviera, podría ser un escenario más propicio para un relato. Pero no: los elementos conspiran contra la literatura. No llueve, no hay viento, las ramas de los árboles no se mueven violentas, sonando sus hojas un poco secas en la lejana altura de las copas frondosas. Los elementos también pueden engañar, y de hecho lo hacen. La calma de la noche silenciosa y oscura, potenciada por la tranquilidad meteorológica, da la impresión de que en este lugar, en esta noche, no hay nada interesante que contar, no pasa nada y nada merece ser dicho. Y aunque a veces una calle oscura y silenciosa, apagada y tranquila del conurbano puede ser algo digno de ser contado, por más que nada pase, no es éste el caso. Algo pasa, aunque no parezca. Algo hay que contar, aunque todavía no lo sepamos. Y ese algo, pasa al otro lado de una ventana iluminada que muestra, a pesar de la hora tardía y noctámbula, la existencia de vida, la presencia de gente despierta en esta noche dormida.
                En el aguafuerte Ventanas iluminadas, Arlt afirma que “no hay nada más llamativo en el cubo negro de la noche que ese rectángulo de luz amarilla…” y se pregunta luego: “¿Quiénes están allí dentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos?”. Siempre algo pasa dentro de una ventana iluminada en medio de la noche.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Deshecho

La noche era negra y triste. Desoladora. Los pasos lentos y pesados de Herrera no se oían retumbar sobre el gastado asfalto. Si hubiera alguien en la calle en ese momento, de seguro rehuiría su presencia, como lo habían hecho su mujer y sus hijos seis meses atrás, como lo había hecho su socio hacía tres semanas, llevándose con él todo el dinero que habían invertido, como lo había hecho el Pata después de entregarle el arma. No sabía cuándo se había convertido en un ser indeseable, inexistente para el resto del universo. Hacía unas horas, sin ir más lejos, el Pata, quien fuera su amigo y compañero de secundaria, le había vendido un arma usada, se la había entregado y lo había despedido sin siquiera un: Espero que no hagas ninguna estupidez, ni ningún gesto de preocupación. Mientras le abría la puerta de salida, en vez de despedirse, contaba el dinero una y otra vez. Ahora ese revólver estaba en el bolsillo de su campera. Le había costado casi la totalidad de sus ahorros. No era demasiado, pero tampoco era muy poco. Esa plata ya no le servía: su idea había sido ahorrar para mudarse a una casa mejor, en la que sus hijos no tuvieran que compartir habitación, que fuera más luminosa o que estuviera más cerca del centro, tal vez. O para invertir en el negocio que había emprendido con Mazzone hacía un año. Pero esa plata ya no le servía para nada. Su mujer se había ido de un día para el otro, sin explicación, llevándose a los chicos. Una tarde, Herrera había vuelto del trabajo y había encontrado la casa deshabitada, el ropero vacío, un florero roto. No necesitó preguntar más. Nunca supo dónde se había ido, cómo estaban sus hijos; no intentó averiguarlo. No tenía fuerzas. Y esa misma falta de fuerza, de carácter, había terminado por hartar a Mazzone quien una tarde le lanzó el ultimátum: Si esto no reflota, yo me voy a la mierda, viejo. Vendo todo, recupero la guita y a otra cosa mariposa. Y lo había hecho, nomás. El negocio no había reflotado y una mañana, cuando Herrera llegó al local que alquilaba junto a su socio, como un deja vù trastocado y perverso, encontró el lugar vacío. No había nada. Mazzone había vendido todo y se había quedado con la guita. Con toda la guita, la de los dos. Como su mujer, su socio había desaparecido del mapa.
Como un augurio de oscuridad, al pasar bajo un farol frente a la puerta de su casa, Herrera escuchó un zumbido y de pronto se encontró sumido en la negrura, en la incertidumbre, en la invisibilidad. No tardaron mucho sus ojos en acostumbrarse. Buscó las llaves de la casa y entró. Adentro sintió el olor a suciedad, a polvo, a dejadez. Al pie de la escalera angosta, de madera, buscó un cigarrillo. Le quedaban pocos. Se sentó en el último escalón a fumarlo, quieto y desganado. Miró hacia la puerta de la habitación que había compartido con su mujer. Estaba abierta, pero no se veía el interior oscuro y deshabitado. La puerta de la habitación de sus hijos no se llegaba a ver. Tampoco la cocina, aunque en el silencio total se podía sentir el goteo lejano de la canilla.