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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



viernes, 23 de enero de 2015

La luz mala

El monte a su alrededor estaba oscuro. Engañosamente quieto. La luna todavía no había salido. Hacía una hora por lo menos que había oscurecido totalmente. “Serán las nueve, nueve y media.” pensó. Tenía hambre y tenía sed. Tenía calor. La temperatura agobiante del día todavía no empezaba a bajar. Con sus ojos acostumbrados a la oscuridad casi total, intentó enfocar el horizonte, allá, a lo lejos. Las luces del pueblo, o de alguna casa perdida. No había nada, ningún estímulo que impresionara a sus ojos. Solamente oscuridad. En cambio, en su boca tenía el gusto de la tierra seca, del polvo, de la sed. Sentía el olor del anochecer de verano que subía lentamente desde el suelo hacia su nariz.  En sus oídos zumbaban los mosquitos y otros insectos. La leve brisa zumbaba también. Las ramas moviéndose, los pastizales. Algún que otro animal lejano emitía sus chirridos. Y sin embargo, eso era el silencio. La piel de sus brazos, oscura, sucia y transpirada sentía una reminiscencia del ardor del sol del mediodía; sentía cómo casi imperceptiblemente la temperatura del ambiente se iba volviendo cada vez más tolerable. En su mano derecha estaba, contradictoriamente presente, el recuerdo del machete, la vibración de la empuñadura gastada rebotando contra su mano que lo aferraba con fuerza, después de las arremetidas constantes de la hoja filosa contra las cañas de la plantación. Sus piernas sentían el suelo. Caminaba. Despacio, con cuidado atento. Los peligros del monte le eran familiares. Lo que desconocía eran los peligros de la oscuridad. Y no podía iluminarse con nada. Correría el riesgo de ser visto. Cuidaba cada paso. Pisaba, despacio primero, tanteando el terreno, apoyando todo el peso después. En esos montes había víboras, había arañas, había alacranes. Aunque no sería placentero, encontrarse con alguno de esos bichos era lo menos peligroso que le podía pasar.

                De pronto, algo estimuló sus sentidos. La temperatura era considerablemente más baja. Sintió el ruido de las ramas, muchas y muy altas, bamboleándose por la brisa. El ruido de pájaros nocturnos anidando en aquellos árboles que imaginó imponentes. El olor a tierra húmeda. Mojada. Estaba, indudablemente, en las proximidades de un río. Perdió el reparo, caminó rápido, tanteando esta vez con sus brazos, intentando evitar golpearse contra los árboles. Reconoció el tronco obeso y pinchudo de un palo borracho, la corteza rugosa de un algarrobo añejo, la madera uniforme y dura, que imaginó rojiza, de un quebracho. Se sintió protegido al reparo de la arboleda lindante al río. Pasaría ahí la noche. Descansaría un poco. Después ya vería qué hacer. Encendió un pequeño fuego con ramas secas que encontró en el piso y la luz esclareció su situación: estaba en una arboleda a la vera de un río no muy ancho. Se acercó con cuidado, y recogió un poco de agua en el cuenco de sus manos. Sorbió sin importarle el fuerte gusto a tierra ni el color marrón, ligeramente colorado. Sorbió dos, tres, cuatro, cinco veces, hasta saciar un poco la ardiente sed que fatigaba su rugosa garganta. Se paró, tranquilo, contemplativo. En calma. Miró el horizonte. El fuego que había prendido no iluminaba demasiado, pero con los ojos tan acostumbrados a la oscuridad total, era como un sol en miniatura. Se veía el lecho del río, circundado por árboles altos y vitales. Se veía el pastizal, interrumpida su monotonía por algún algarrobo solitario. Giró sobre su propio eje para ver hacia atrás, pero la luz del fuego lo cegó y no le permitió ver más allá en aquella dirección. Encandilado, los ojos no habituados a tanta luz le ardieron, por lo que se vio obligado a cerrarlos. De nuevo sin ver, caminó. Sintió la proximidad de la fogata por el calor que de ella manaba. Sin abrir aún los ojos, sintió el ruido de pasos. Sintió el miedo en sus venas. Abrió los ojos. A varios metros de distancia, vio a un burro acercándose. Lo podía distinguir perfectamente. Era un burro dócil. Viejo. Ensillado. ¿Qué hacía un burro solo, con cabalgadura, en medio del monte? Pasó, indiferente a él y fue hacia el río a beber agua. A lo lejos escuchó voces. Dos personas conversando, tranquilas. No se distinguía lo que decían. Todavía estaban lejos, y él todavía no llegaba a verlos. ¿Ellos lo habrían visto a él? No se iba a arriesgar. Pateó las ramas encendidas del fogón, les arrojó tierra seca hasta acallar las llamas y se fue caminando rápido, sin cuidado, bordeando el río. El burro rebuznó al verlo alejarse. Eso le pareció mala señal. En el horizonte, creyó ver la luz mala. Era la luna que, por fin, estaba saliendo.

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