El monte a su
alrededor estaba oscuro. Engañosamente quieto. La luna todavía no había salido.
Hacía una hora por lo menos que había oscurecido totalmente. “Serán las nueve,
nueve y media.” pensó. Tenía hambre y tenía sed. Tenía calor. La temperatura
agobiante del día todavía no empezaba a bajar. Con sus ojos acostumbrados a la
oscuridad casi total, intentó enfocar el horizonte, allá, a lo lejos. Las luces
del pueblo, o de alguna casa perdida. No había nada, ningún estímulo que
impresionara a sus ojos. Solamente oscuridad. En cambio, en su boca tenía el
gusto de la tierra seca, del polvo, de la sed. Sentía el olor del anochecer de
verano que subía lentamente desde el suelo hacia su nariz. En sus oídos zumbaban los mosquitos y otros
insectos. La leve brisa zumbaba también. Las ramas moviéndose, los pastizales. Algún
que otro animal lejano emitía sus chirridos. Y sin embargo, eso era el
silencio. La piel de sus brazos, oscura, sucia y transpirada sentía una
reminiscencia del ardor del sol del mediodía; sentía cómo casi
imperceptiblemente la temperatura del ambiente se iba volviendo cada vez más
tolerable. En su mano derecha estaba, contradictoriamente presente, el recuerdo del
machete, la vibración de la empuñadura gastada rebotando contra su mano que lo
aferraba con fuerza, después de las arremetidas constantes de la hoja filosa
contra las cañas de la plantación. Sus piernas sentían el suelo. Caminaba.
Despacio, con cuidado atento. Los peligros del monte le eran familiares. Lo
que desconocía eran los peligros de la oscuridad. Y no podía iluminarse con
nada. Correría el riesgo de ser visto. Cuidaba cada paso. Pisaba, despacio
primero, tanteando el terreno, apoyando todo el peso después. En esos montes
había víboras, había arañas, había alacranes. Aunque no sería placentero,
encontrarse con alguno de esos bichos era lo menos peligroso que le podía
pasar.
De pronto, algo estimuló sus
sentidos. La temperatura era considerablemente más baja. Sintió el ruido de las
ramas, muchas y muy altas, bamboleándose por la brisa. El ruido de pájaros nocturnos anidando
en aquellos árboles que imaginó imponentes. El olor a tierra húmeda. Mojada. Estaba,
indudablemente, en las proximidades de un río. Perdió el reparo, caminó rápido,
tanteando esta vez con sus brazos, intentando evitar golpearse contra los árboles.
Reconoció el tronco obeso y pinchudo de un palo borracho, la corteza rugosa de
un algarrobo añejo, la madera uniforme y dura, que imaginó rojiza, de un
quebracho. Se sintió protegido al reparo de la arboleda lindante al río. Pasaría
ahí la noche. Descansaría un poco. Después ya vería qué hacer. Encendió un
pequeño fuego con ramas secas que encontró en el piso y la luz esclareció su
situación: estaba en una arboleda a la vera de un río no muy ancho. Se acercó
con cuidado, y recogió un poco de agua en el cuenco de sus manos. Sorbió sin
importarle el fuerte gusto a tierra ni el color marrón, ligeramente colorado.
Sorbió dos, tres, cuatro, cinco veces, hasta saciar un poco la ardiente sed que
fatigaba su rugosa garganta. Se paró, tranquilo, contemplativo. En calma. Miró
el horizonte. El fuego que había prendido no iluminaba demasiado, pero con los
ojos tan acostumbrados a la oscuridad total, era como un sol en miniatura. Se
veía el lecho del río, circundado por árboles altos y vitales. Se veía el pastizal,
interrumpida su monotonía por algún algarrobo solitario. Giró sobre su propio
eje para ver hacia atrás, pero la luz del fuego lo cegó y no le permitió ver
más allá en aquella dirección. Encandilado, los ojos no habituados a tanta luz
le ardieron, por lo que se vio obligado a cerrarlos. De nuevo sin ver, caminó. Sintió
la proximidad de la fogata por el calor que de ella manaba. Sin abrir aún los
ojos, sintió el ruido de pasos. Sintió el miedo en sus venas. Abrió los ojos. A varios metros de distancia, vio a un burro acercándose. Lo podía distinguir
perfectamente. Era un burro dócil. Viejo. Ensillado. ¿Qué hacía un burro solo, con
cabalgadura, en medio del monte? Pasó, indiferente a él y fue hacia el
río a beber agua. A lo lejos escuchó voces. Dos personas conversando,
tranquilas. No se distinguía lo que decían. Todavía estaban lejos, y él todavía
no llegaba a verlos. ¿Ellos lo habrían visto a él? No se iba a arriesgar. Pateó
las ramas encendidas del fogón, les arrojó tierra seca hasta acallar las llamas
y se fue caminando rápido, sin cuidado, bordeando el río. El burro
rebuznó al verlo alejarse. Eso le pareció mala señal. En el horizonte, creyó
ver la luz mala. Era la luna que, por fin, estaba saliendo.