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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



viernes, 26 de diciembre de 2014

El libro, el gaucho, el mundo

                Iba pensando en otras cosas cuando encontré el libro. Estaba en uno de los cajones de Literatura argentina del puesto 62 del Parque Rivadavia, entre un Martín Fierro y un Facundo. Buscaba, pasando libro tras libro como inconsciente, casi sin mirar, mientras hablaba con mi novia sobre un cuento de Saer que había leído hacía unos días y que ella había leído la tarde anterior. El cuento nos había fascinado a los dos, pero ella pensaba una cosa y yo otra. No me acuerdo bien en qué era en lo que no nos podíamos poner de acuerdo. Mientras le decía algo de la concepción de Saer sobre la realidad o alguna de esas cosas, encontré el libro. Me quedé callado. Ella reclamaba que siguiera hablando, que no me interrumpiera así como así en medio de una discusión. Se lo mostré. Entendió el silencio. Se calló también, un poco fastidiosa. Toda la gente que estaba en ese momento en el parque se calló. Los autos en la avenida con sus bocinas, los pájaros en los árboles con sus cantos, los chicos en el colegio cercano con sus gritos, los skaters con sus skates, los punkis con sus cervezas y sus tachas, las viejas con sus caniches, los libreros con sus radios, los vendedores de juegos programas películas con sus pregones. Todo enmudeció. Me acerqué en silencio y sin mostrar demasiado entusiasmo al librero. Le pagué. Guardé el libro en la mochila. Volvió el ruido, y las bocinas y los cantos de los pájaros y los gritos del colegio y los skates de los skaters y las tachas de los punkis y los caniches de las viejas y las radios de los libreros y los pregones de los vendedores de juegos programas películas series.
                Nos sentamos en una mancha verde oscura de césped en el interior del parque. La sombra de un pino inmenso evitaba que el sol de fines de diciembre nos calcinara vivos. Ella tenía su libro, y yo el mío. Recién comprado. Mientras ella preparaba el mate, yo saqué el libro de su envoltorio de celofán y lo hojeé. Las hojas estaban amarillas, oscuras. Muy frágiles, quebradizas. Y manchadas. Levanté la vista. Ella no me miraba. Cebaba con cuidado el mate mientras abría su libro sobre los orígenes del movimiento obrero en Argentina. Evidentemente, la discusión sobre Saer estaba zanjada y ella estaba ofendida. Ni siquiera me había felicitado por mi nueva adquisición. Lo venía buscando hacía años, y por fin lo había encontrado. Tomé el primer mate y abrí el libro en la primera página. Le devolví el mate vacío y por algún impulso extraño, quise ver en qué año había sido impreso el  libro. Abrí la última página y, para mi asombro, leí lo siguiente: “Este libro terminó de imprimirse en la ciudad de Uqbar en el mes de Septiembre de 1947.”. Tenía que ser joda. Y una bastante original, la verdad. Me había pasado una vez ya leer un libro impreso en el futuro: en marzo del 20011, dentro de 18000 años más o menos. Pero uno impreso en una ciudad de ficción era la primera vez. Levanté la cabeza para comentarle la picardía de la imprenta a mi novia, pero la vi tan linda, tan seria, tan ensimismada en su lectura, tomando notas y tomando de a poco el mate que estaba muy caliente y humeaba. La escuchaba sorber y respirar. Escuchaba el lápiz anotando cosas en el margen del libro. No quise interrumpirla. Se lo podía contar dentro de un rato. Volví a bajar la vista y abrí la primera página. Antes de empezar a leer, sentí una presencia extraña a mi lado: un hombre, parado junto a mí, disfrazado de gaucho, me miraba seriamente.

jueves, 11 de diciembre de 2014

El amante de la China del Norte. Marguerite Duras

Esta reseña empieza diferente a las anteriores. No voy a decir que es una novela escrita en 1990 por Marguerite Duras, escritora francesa, nacida Marguerite Donnadieu en la colonia francesa de Indochina, actualmente formada por Camboya, Laos, Birmania, Tailandia y Vietnam, escenario donde transcurre la acción. 
                Voy a decir que el libro estaba en mi casa. Que yo no lo compré, o por lo menos no intencionalmente. Puede que fuera de mis padres y haya caído en mis manos de casualidad. Antes de leerlo, no tenía idea de quién era su autora, ni nunca había oído hablar de ella o del libro. Sí había oído hablar, en cambio, de la corriente del Nouveau Roman, o del Objetivismo Francés y estaba interesado en conseguir algún libro de ellos (sobre todo de Robbe-Grillet), para ver por fin cómo plasmaban en el papel esa propuesta tan interesante: para poder concebir, imaginar, a un narrador objetivo, casi como un ojo, solo una perspectiva narrando la percepción no de las cosas sino de los escorzos, la descripción de lo que entra en un campo visual bien determinado, sin interpretación ni introspección, sin exceder a lo que desde un sitio se puede ver. Un narrador cinematográfico.
               Cuando me enteré de que Marguerite Duras era, sino un miembro vitalicio del grupo, una escritora muy cercana, con aportes notables, al Nouveau Roman, no dudé en ponerme a leer el libro. Con la emoción del descubrimiento de un escritor totalmente nuevo, con la intriga y la ignorancia, leí el libro en dos días. Después del primer día, busqué en internet algo más de información del libro y de la autora porque formalmente me pareció de lo más original. Y no por el narrador objetivista, inédito para mí, sino por estar lleno de oraciones como estas:

“Ella es la que no tiene nombre en el primer libro ni en el que lo había precedido ni en éste”

“Es un libro.
Es una película.
Es de noche.
(...) La voz que habla aquí es, escrita, la del libro.
Voz ciega. Sin rostro.
Muy joven.
Silenciosa.”

“En la película, no se llamará por el nombre este vals. En el libro, aquí, diremos: el Vals desesperado. (…) A la chica, en la película, en este libro, aquí, la llamaremos la Niña.”

“De la limusina negra acaba de salir otro hombre que el del libro, otro chino de Manchuria. Es un poco distinto al del libro: es más robusto que él, tiene menos miedo que él, más audacia. Tiene más belleza, más salud. Es más 'de cine' que el del libro. Y también se muestra menos tímido que él ante la niña.”

domingo, 7 de diciembre de 2014

El hombre que llegó a un pueblo. Héctor Tizón

El hombre que llegó a un pueblo es una novela breve de Héctor Tizón, publicada por primera vez en 1988. En el prólogo de 2004, el propio Tizón resume la trama de la novela: “El relato, como se verá, trata de un vagabundo, una especie de mesías canalla que en su huida llega a un pueblo perdido e ignoto. (…) En el desierto, donde todo es vislumbrado desde lejos, es imposible ocultarse. Le queda entonces encerrarse en un pueblo, pero para ello debe aceptar el papel que los demás quieran atribuirle”. El vagabundo, el hombre que llegó a un pueblo, cuyo nombre nunca se nos cuenta, es un mesías canalla. Su única habilidad es la de la palabra. Es un gran orador, un embustero, un mentiroso; es, sobre todo, un poeta: “él tenía ese don reconocido, esa facilidad para acertar con las palabras, o para poner una junto a la otra sin más sentido que el de su música secreta. De haber vivido en el sur quizás hubiera llegado a gobernante o a ingeniero, pero aquí no, porque en estas tierras las palabras sólo sirven para cantar y sólo se canta lo que está perdido.”. Se nos cuenta la historia de una persona que huye, con un libro y unas zapatillas en la alforja; que tiene un don, una facilidad para poner una junto a otra las palabras sin más sentido que el de su música secreta, con la única finalidad del canto, del sonido, y no la del sentido.
          Este hombre mentía, cantaba “tan sólo porque la mentira era más rica que la mera verdad y resultaba más fácil y creíble.”. Preso en un mundo en el que cada vez importaba menos el sentido, en el que las palabras cada vez tenían menos utilidad, la única posibilidad terminó por ser el silencio. Por eso, hacia el final se nos cuenta que el hombre “ocupaba su tiempo (…) en la poesía. No en escribirla sino en componer versos mentalmente.”. No escribía, componía versos y no los cantaba. Callaba. “El hombre flaco envejeció como todos y jamás volvió a dirigir la palabra en forma directa a ninguno (…). Al cabo de los años ya casi nadie sabía cómo ni cuándo el hombre había llegado al pueblo”. El poeta, el orador que, al llegar al pueblo no pudo convencer a la gente de que él no era el cura que hacía años estaban esperando; que no pudo convencerlos de negar el desarrollo económico que presuponía trabajar en la construcción del camino y del puente que unirían al pueblo con el resto del mundo a costa de sacrificar tantas otras cosas, terminó aceptando el papel que le atribuyeron, se terminó convirtiendo en otro, aunque la diferencia no fuera tal ya que en realidad, como dice él mismo en un determinado momento, “todo es igual, pero son distintas las palabras que lo cuentan.”.

sábado, 6 de diciembre de 2014

La vida breve. Juan Carlos Onetti

La vida breve es una novela emblemática de Juan Carlos Onetti. Aparecida en 1950, es una obra fundamental en el programa artístico del escritor uruguayo porque es la que narra el origen, la que justifica y fundamenta la existencia del universo santamariano, que retomará en la mayor parte de su obra posterior. La vida breve, igual que Niebla, de Unamuno, Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, o que gran parte de la obra de Macedonio Fernández, es una novela que mezcla y pone en un mismo plano a la realidad y a la ficción; o, para ser más exacto (aunque menos interesante), inventa una ficción adentro de la ficción y las mezcla, confunde y pone en el mismo plano. En la novela aparece el mismo Onetti, lo mismo que Unamuno aparece en Niebla, pero en este caso, el uruguayo no aparece como EL autor del plano ficcional en cuestión, sino como un personaje más que le alquila una oficina a Juan María Brausen, personaje principal y narrador de la mayor parte de la novela quien pasa por un momento de crisis en su vida: la novela comienza con Brausen en su habitación, imaginando cómo quedará la cicatriz, el cuerpo de su mujer, Gertrudis, luego de la operación de ablación de mama que deben llevarle a cabo, y cómo se llevará con ella después de eso; más adelante narra un tiempo de penosos e inútiles intentos de seguir adelante con la pareja, que termina disolviéndose; además de esto, y a pesar de intentar convencer a su jefe y a su compañero de trabajo, y de intentar salvarse desarrollando la idea para un guión de cine, terminan por despedirlo de su trabajo. A raíz de esta crisis, inventa a dos personajes ficcionales: Arce y Díaz Grey. El primero, es una personalidad falsa que se inventó para seducir a su nueva vecina sin revelarle su identidad. El segundo, el personaje del guión que se propuso escribir, pero nunca terminó. Poco a poco estos dos personajes ficticios irán ocupando el lugar de Brausen, lo irán anulando para volverse ellos los protagonistas de la novela y de su vida. La ficción aparece como una manera de Brausen de escaparse de los problemas, convirtiéndose de a poco y cada vez más en Arce, naufragando en el mundo ficcional de Santa María, de Díaz Grey, Elena Sala, Lagos, el inglés y la violinista.
A lo largo de la novela Brausen parece tener una fe incontrovertible en el poder de las palabras de cambiar, de transformar la realidad, el mundo loco en el que vive, a pesar de que una y otra vez éstas se demuestran trágicamente impotentes, se demuestran falsas. Y a pesar de esto, Brausen confía en ellas, intenta convencerse de que son poderosas, negar su impotencia. En un momento, hablando de su mujer, el narrador dice que ella descubrirá “que las palabras (…) no se habían amontonado, sólidas, elásticas y victoriosas, para formar la mama que faltaba”. Frente a esto, se propone describir a un personaje de su guión como su mujer antes de la operación. Dice: “esperé confiado, las imágenes y las frases imprescindibles para salvarme”. Y unas líneas después: “Gertrudis tendría que (…) aguardar su turno en la antesala de Díaz Grey, entrar en el consultorio, hacer temblar el medallón entre los dos pechos (…)”. Las palabras imprescindibles para salvarlo son aquellas que sí le devuelven la mama que le faltaba a su mujer.  En la segunda parte de la novela le dice a su amigo Stein: “La palabra —asentí—; la palabra todo lo puede. La palabra no huele. Transforme el querido cadáver en una palabra discreta y poética (…)”. Como si fuera poco, las palabras que no pueden cambiar su realidad, terminan por tomar su lugar, por aniquilarlo y por ser él. A lo anterior, Stein responde: “—Esa frase, esa broma, esa manera de hablar… Este no es Brausen. ¿Con quién tengo el honor de beber?”.