A Ricardo Piglia
lo conocí una tarde de lluvia en Adrogué. Me invitó un café por lástima y
estuvimos charlando un buen rato.
Yo había ido a llevar a una amiga hasta su casa. Estaba lloviendo mucho y
como tenía el auto en la puerta, le ofrecí llevarla; ella, sin dudarlo mucho,
aceptó. Después de dejarla me tuve que desviar un poco de mi recorrido usual
porque la calle estaba inundada. Sin que el azar tuviera que intervenir
demasiado, en menos de 10 minutos me había perdido.
Los días soleados, Adrogué es un lugar
digno de admiración: las casas antiguas, las calles empedradas y los árboles
inmensos dan la sensación de estar en otra época, en un lugar calmo y tranquilo,
tal vez sin luz eléctrica ni coches a motor. Pero los días de tormenta, Adrogué
es un lugar muy parecido a tantos otros del conurbano: las casas se mojan, las
calles se inundan, los árboles se caen, el cielo es gris y todo está oscuro. A
esto tenemos que sumarle que todos los vidrios de mi auto estaban empañados y
que no tenía ni idea de cómo volver a mi casa. La lluvia caía de arriba abajo,
pero también de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. El ruido del
limpiaparabrisas inútil y del agua golpeando con fuerza sobre la chapa del auto
me hacían doler la cabeza y encima (¿por qué negarlo?) tenía un poco de miedo
de que cayera un hermoso y robusto pino centenario de esos que adornan las
pintorescas veredas de Adrogué encima del coche conmigo adentro.
Inesperadamente, en una esquina alejada de cualquier indicio de
civilización, vi un barcito. O más bien una cafetería. Por entre los vidrios
empañados del coche, se veía el cartel luminoso: “Ramos” se llamaba, o algo
así. Las luces estaban prendidas, así que estacioné donde pude y entré. Pensaba
quedarme un rato hasta que pasara la tormenta. No había salido con plata de
casa, y en los bolsillos tenía lo necesario para pagar menos de medio café.
Confiaba en la piedad del empleado para que me dejara sentarme hasta que
amainara la tormenta, y en el libro de Onetti que por esas cosas curiosas de la
vida sí había agarrado antes de salir de casa, para entretenerme. El lugar
estaba casi desierto. Me senté en una mesa y en seguida vino el mozo, un tipo
gordo, asmático, que respiraba con un jadeo pesado.