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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



sábado, 18 de octubre de 2014

Homenaje

Cuando se agachó para buscar la ramita, sintió que se mareaba y le bajaba un poco la presión. Su nariz, por la debilidad súbita que inundó todo su cuerpo, pero sobre todo las piernas incómodamente flexionadas, se acercó hasta casi tocar el pasto un poco crecido. El mareo le hizo cerrar los ojos un instante y una imagen perturbadora que sin embargo no llegó a reconocer, pasó, sin ser llamada, como un relámpago frente a su consciencia. Cuando los volvió a abrir, aún agachado, no vio más que minúsculos cuerpos marrones oscuros, casi negros, de infinitas formas y variada consistencia, apretados, casi unidos por no se sabe bien qué extraña potencia, magnética o gravitatoria, casi sin espacio entre sí, cubiertos y rodeados de tiras verdes, largas y uniformes, verticales que se alejaban como escapándose o buscando, en otro sitio, quién sabe qué otra cosa que no encontraba en ese lugar. Mientras va sintiéndose mejor, distingue lo que se le presenta no ya como un conjunto de minúsculos fragmentos marrones o negros sin demasiada forma ni consistencia, sino como un continuo, un poco más oscuro y húmedo que hacía unos instantes, del que brotan y crecen unos bastones cuya base es más bien rectangular y cuya punta podría perfectamente ser considerada, y llamada en consecuencia, triangular. Al agacharse y acercarse a la masa marrón oscura que llamaba, sin preguntarse muy bien ni las razones ni los límites de esa nomenclatura, tierra, se dio cuenta de que de ella no brotaban solamente bastones, o tiras verdáceas, algunas más claras que otras, que llamaba sin cuestionar demasiado las razones o la legitimidad de esa nomenclatura, pasto o césped, sino que brotaba también un olor profundo y penetrante del que era imposible precisar exactamente la procedencia, pero que sin dudas venía desde el conjunto que formaban esa masa no del todo homogénea como para merecer un solo nombre, y esos bastones o tiras verdáceas, rectangulares en la base y más puntiagudos los extremos, demasiados para ser llamados en singular. La imagen que se le apareció sin pedir permiso, como un relámpago, recordó ahora, mientras aún estaba agachado porque había tenido, hacía no más de uno o dos segundos, la intención de levantar una ramita que había visto en el suelo y que pensó que podía llegar a serle útil, y había actuado al respecto encorvando un poco las piernas y la espalda, agachando el cuello y la cabeza, y extendiendo un poco la mano derecha, era una imagen de su niñez. En su cabeza, o donde sea que hubieran aparecido esas imágenes, ahora veía, nítida, la imagen de su madre, con una manguera en la mano. Recordaba, o creía recordar, ya que la imagen se había presentado tan impredecible y fugaz como un relámpago, que ésta era la reproducción de una situación de su niñez en la que él, castigado por no recuerda qué travesura, veía desde la ventana abierta de su habitación, en una calurosa tarde de verano, a su madre con una manguera en la mano, regando las plantas del jardín. Recordó, entonces, o creyó recordar, que aquel olor que subía desde un sitio imposible de precisar tanto entonces, cuando él era niño, castigado por no recuerda qué travesura, como ahora, siendo un adulto que se agachó para recoger una rama del suelo, que aquel olor, decía, era, si no el mismo, ya que sería imposible asegurarlo, muy similar al que ahora exhalaba aquel conjunto extraño e indefinible marrón y verdáceo, a veces más claro y seco, otras más oscuro y húmedo, que llamaba sin preguntarse el fundamento y sin demasiada precisión, tierra y pasto, o, siendo un poco menos específicos, jardín.
                Colocó la ramita recién recogida sobre la montañita de ramas, papel de diario y carbón que se apilaba sobre la estructura de ladrillos. Buscó en sus bolsillos y, con un chasquido hábil, habituado a la acción por repetirla al menos 15 veces al día, giró, con el dedo gordo, la piedra, haciendo que ésta generara una chispa, inmediatamente antes de que el mismo dedo, en su contracción ininterrumpida, presionara, como automáticamente, el botón negro que libera el gas inflamable, causando una explosión, primero, y una llamarada constante, después. Acercó el encendedor al papel de diario y, sin dejar de presionar, lo acercó también al cigarrillo que ya tenía sujeto entre los labios a la vez que aspiraba, absorbiendo el humo generado por el papel y el tabaco a unos centímetros de su cara, pero también por las maderas que ya empezaban a crujir y a humear desde la parrilla. Exhaló el humo y ese gusto un poco salado, en su boca, esta vez, por más que hubiera querido e intentado con toda su voluntad, no le remitió a nada.
Se sentó en la mesa, donde esperaba (es un decir, claro) la carne, ya salada, a que el papel blanco, la madera marrón y el carbón negro, se volvieran ardientes brasas rojas o naranjas. Se sirvió un vaso de cerveza. Vio, mientras escuchaba a la madera seca crujir en la parrilla a su lado, la espuma creciendo, primero, y debilitándose, achicándose después, en la mitad superior del vaso. Cuando la espuma no fue más que una minúscula capa blanquecina sobre la espumeante y dorada superficie en el extremo superior de su vaso, tomó un largo y refrescante trago. El sabor, amargo, junto con la sensación del líquido frío y un poco rasposo por el gas, bajando por su acalorado esófago, generó una imagen que, como un relámpago, nuevamente, y sin ser llamada, se hizo presente frente a sus ojos, o, para ser más exactos, su consciencia. Se levantó de su silla, con el cigarrillo todavía en la mano, para comprobar que el carbón y la madera ya se habían convertido en brasas y que estaban listos para recibir (es un decir, claro) a la carne que, ya salada, había estado esperando (es otro decir, claro) a que se produzca esa transmutación de frío o natural, lo que se llama temperatura ambiente, a ardiente, de marrón, blanco y negro, a rojo o naranja. Al levantar la carne cruda que había estado apoyada en una bandeja de metal, sobre la mesa, como quien dice esperando, y mientras veía el charco rojo y sanguinolento que había quedado en el recipiente metálico, se puso a pensar en aquella imagen de hacía unos instantes, producida por el sabor amargo de la cerveza helada en su boca. Se dio cuenta de que no era un recuerdo, esta vez. En la imagen estaban él, Juan y Carlos, sentados en esa misma mesa, tomando cerveza y comiendo el asado que él, en el mismo momento en el que recordaba, o, para ser más exactos, imaginaba o preveía, estaba poniendo sobre los hierros calientes.

                Se sentó nuevamente a la mesa, tirando la colilla del cigarrillo consumido entre las brasas de la parrilla. Se sirvió un segundo vaso de cerveza mientras oía y veía a la carne cociéndose lentamente, tornando su color de rojo intenso a crocante marrón, humeando y liberando, no sabía exactamente de dónde, un reconocible y auspicioso olor. Miró, como al pasar, la hora en su reloj. Sus amigos ya deberían haber llegado. Para hacer un poco de tiempo, abrió su libro: “Otros, ellos, antes, podían…”. No tenía ganas de leer. Tomó un sorbo más de cerveza. Sonó el timbre. 

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