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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



sábado, 25 de octubre de 2014

Maldición eterna a quien lea estas páginas. Manuel Puig.

Maldición eterna a quien lea estas páginas es una novela de Manuel Puig, publicada en 1981 y ambientada en los últimos días del año 1977 y los primeros de 1978. Fiel al estilo de Puig, el narrador es muy débil, casi inexistente. Lo único que hace es presentarnos a dos personas hablando, durante casi toda la novela: este narrador particular nos pone casi directamente frente a los personajes. No hace acotaciones, no dice nada. La única participación activa es la de dividir la novela en dos partes de casi idéntica duración que no tienen más nombre que "primera parte" y "segunda parte", a la vez que la de poner las reglamentarias líneas de diálogo cada vez que cambia el personaje que habla y puntos suspensivos cada vez que la persona que se espera que responda no lo hace, quedándose en silencio. Hacia el final, en el último capítulo, el narrador transcribe, sin hacer ninguna acotación ni explicación, algunas cartas que dan una conclusión a la novela. Lo que me llamó mucho la atención no encontrar, y que está muy presente en el resto de la obra de Puig, son las aluciones al mundo del Pop Art, de Holywood, sus galanes y sus vedettes, al mundo de las amas de casa pueblerinas de primera mitad del siglo XX y los personajes intencionalmente estereotipados del hombre, macho, trabajador, seductor y violento; la mujer ingenua, soñadora, que se ocupa de la casa y vive para servirle al marido; el niño inteligente, apasionado, ignorante, homosexual. En cierto sentido, puede trazarse una relación clara entre Maldición eterna a quien lea estas páginas y El beso de la mujer araña, sobre todo por su carácter explícitamente político y alusivo a la represión estatal, pero creo que la trama de El beso... es mucho más interesante y atrapante, (descontando su carácter experimental, con las notas al pie, postulando hipótesis y haciendo referencia a teorías científicas sobre la homosexualidad, que la convierten en una novela más versátil, mucho más interesante aún), mientras que la de esta novela es un poco más simple, sin perder, por ello, su complejidad. 
Es cierto que la trama no es difícil de reponer, pero tambien es cierto que deja muchas incógnitas sin respuesta (sea esto positivo o no). Hay capítulos enteros en los que solamente uno de los personajes habla y frente a eso, sólo se leen los inexpresivos puntos suspensivos que no explicitan si el otro personaje está efectivamente en la habitación o si el primero está alucinando, o soñando, o qué; hay ocasiones en las que uno de los personajes se asusta, empieza a actuar de un modo que, al no haber explicaciones por parte de un narrador convencional, no se entiende si es justificado o si simplemente se volvió loco; hay un capítulo entero, solamente uno, que parece extraído de otra novela. En ese capítulo, en el que se mantiene el aspecto formal del diálogo, pero nuevamente sin ninguna explicación, nos encontramos frente a dos personajes que, si bien son similares a los que venían conversando en los capítulos anteriores, están en otro contexto histórico, geográfico y político. Al terminar este capítulo, se vuelve a la "normalidad", los personajes vuelven a ser los mismos y sus situaciones también, como si no hubiese pasado nada.

sábado, 18 de octubre de 2014

Homenaje

Cuando se agachó para buscar la ramita, sintió que se mareaba y le bajaba un poco la presión. Su nariz, por la debilidad súbita que inundó todo su cuerpo, pero sobre todo las piernas incómodamente flexionadas, se acercó hasta casi tocar el pasto un poco crecido. El mareo le hizo cerrar los ojos un instante y una imagen perturbadora que sin embargo no llegó a reconocer, pasó, sin ser llamada, como un relámpago frente a su consciencia. Cuando los volvió a abrir, aún agachado, no vio más que minúsculos cuerpos marrones oscuros, casi negros, de infinitas formas y variada consistencia, apretados, casi unidos por no se sabe bien qué extraña potencia, magnética o gravitatoria, casi sin espacio entre sí, cubiertos y rodeados de tiras verdes, largas y uniformes, verticales que se alejaban como escapándose o buscando, en otro sitio, quién sabe qué otra cosa que no encontraba en ese lugar. Mientras va sintiéndose mejor, distingue lo que se le presenta no ya como un conjunto de minúsculos fragmentos marrones o negros sin demasiada forma ni consistencia, sino como un continuo, un poco más oscuro y húmedo que hacía unos instantes, del que brotan y crecen unos bastones cuya base es más bien rectangular y cuya punta podría perfectamente ser considerada, y llamada en consecuencia, triangular. Al agacharse y acercarse a la masa marrón oscura que llamaba, sin preguntarse muy bien ni las razones ni los límites de esa nomenclatura, tierra, se dio cuenta de que de ella no brotaban solamente bastones, o tiras verdáceas, algunas más claras que otras, que llamaba sin cuestionar demasiado las razones o la legitimidad de esa nomenclatura, pasto o césped, sino que brotaba también un olor profundo y penetrante del que era imposible precisar exactamente la procedencia, pero que sin dudas venía desde el conjunto que formaban esa masa no del todo homogénea como para merecer un solo nombre, y esos bastones o tiras verdáceas, rectangulares en la base y más puntiagudos los extremos, demasiados para ser llamados en singular. La imagen que se le apareció sin pedir permiso, como un relámpago, recordó ahora, mientras aún estaba agachado porque había tenido, hacía no más de uno o dos segundos, la intención de levantar una ramita que había visto en el suelo y que pensó que podía llegar a serle útil, y había actuado al respecto encorvando un poco las piernas y la espalda, agachando el cuello y la cabeza, y extendiendo un poco la mano derecha, era una imagen de su niñez. En su cabeza, o donde sea que hubieran aparecido esas imágenes, ahora veía, nítida, la imagen de su madre, con una manguera en la mano. Recordaba, o creía recordar, ya que la imagen se había presentado tan impredecible y fugaz como un relámpago, que ésta era la reproducción de una situación de su niñez en la que él, castigado por no recuerda qué travesura, veía desde la ventana abierta de su habitación, en una calurosa tarde de verano, a su madre con una manguera en la mano, regando las plantas del jardín. Recordó, entonces, o creyó recordar, que aquel olor que subía desde un sitio imposible de precisar tanto entonces, cuando él era niño, castigado por no recuerda qué travesura, como ahora, siendo un adulto que se agachó para recoger una rama del suelo, que aquel olor, decía, era, si no el mismo, ya que sería imposible asegurarlo, muy similar al que ahora exhalaba aquel conjunto extraño e indefinible marrón y verdáceo, a veces más claro y seco, otras más oscuro y húmedo, que llamaba sin preguntarse el fundamento y sin demasiada precisión, tierra y pasto, o, siendo un poco menos específicos, jardín.
                Colocó la ramita recién recogida sobre la montañita de ramas, papel de diario y carbón que se apilaba sobre la estructura de ladrillos. Buscó en sus bolsillos y, con un chasquido hábil, habituado a la acción por repetirla al menos 15 veces al día, giró, con el dedo gordo, la piedra, haciendo que ésta generara una chispa, inmediatamente antes de que el mismo dedo, en su contracción ininterrumpida, presionara, como automáticamente, el botón negro que libera el gas inflamable, causando una explosión, primero, y una llamarada constante, después. Acercó el encendedor al papel de diario y, sin dejar de presionar, lo acercó también al cigarrillo que ya tenía sujeto entre los labios a la vez que aspiraba, absorbiendo el humo generado por el papel y el tabaco a unos centímetros de su cara, pero también por las maderas que ya empezaban a crujir y a humear desde la parrilla. Exhaló el humo y ese gusto un poco salado, en su boca, esta vez, por más que hubiera querido e intentado con toda su voluntad, no le remitió a nada.

lunes, 13 de octubre de 2014

Nadie nada nunca. Juan José Saer

Nadie nada nunca es una novela de Juan José Saer, escrita entre 1972 y 1978, y publicada por primera vez en México en 1980. Cuenta, en 222 páginas, muchísimo más de lo que parece contar, y muchísimo menos de lo que uno esperaría que cuente en esa extensión una novela normal. Y es que esa es la poética y la estética (el estilo, en una palabra) de Saer: narra desde distintos puntos de vista, con distintos narradores, incluyendo o excluyendo acciones, contando con menos, con más o con muchísimos más detalles, un fin de semana en la vida del Gato Garay, recluido por no se sabe bien qué razones (no se sabe si se está escondiendo, si es un ermitaño, si está de vacaciones; lo cierto es que en todo el fin de semana, sale solamente en una ocasión y por muy poco tiempo) en una casa en la costa de Rincón Norte, cerca de la ciudad de Santa Fé. El Gato es un  personaje interesante, que tiene otras apariciones en la obra de Saer (o desapariciones: casi siempre figura como una persona que ya no está) y del cual, por haber leído Glosa (1985) y otras novelas o cuentos, ya conocía su destino: fue secuestrado por los militares en aquella casa en la costa de Rincón Norte, presumiblemente poco tiempo después de terminada la narración de la novela. Y es que esta novela no narra ese secuestro ni, siendo estrictos, lo deja suponer. Es cierto que hay símbolos del malestar político de la época: se cuenta que desde hace unos meses un asesino de caballos viene actuando en la costa del Río Paraná, ensañándose con ellos, pegándoles un tiro en la cabeza y después descuartizándolos. Es un escenario extraño, alegoría de la situación del país en ese momento. Pero el Gato, Elisa, Tomatis, incluso el bañero (un guardavidas que trabaja cerca de la casa donde habita el Gato), aparentemente continúan el curso normal de sus vidas, sin prestarle demasiada atención a estos hechos delictivos, un poco negligente, un poco cínicamente; el único que lo hace es el Ladeado, quien deja a cuidado del Gato su bayo amarillo para protegerlo del asesino de caballos; el Ladeado, personaje que ya apareció antes en El limonero real (1974), quien está siempre preocupado por “que no aparezca, súbita, silenciosa, la mano con la pistola, y que no apoye el caño, despacio, en la sien inocente. Que no retumbe la explosión”, y quien todo el tiempo está pensando “en que no se haya, la noche anterior, levantado, despacio, la mano con la pistola, en que no se haya apoyado, con suavidad, en la cabeza amarillenta, en que no haya retumbado, súbita, llegando incluso hasta las islas, la explosión”.


jueves, 2 de octubre de 2014

El criador de Gorilas. Roberto Arlt

El criador de Gorilas es un libro de Roberto Arlt, cuyos relatos transcurren en su totalidad en África, y reflejan las costumbres islámicas de los pueblos del norte del continente y las de los pueblos del África negra. Es un libro sorprendente; la verdad es que personalmente nunca hubiera esperado estar frente a este tipo de narraciones, ni a este tipo de paisajes o escenarios, al sentarme a leer un libro del mítico escritor de Flores.
                Al leerlo, vinieron a mi cabeza algunas lecturas de mi adolescencia, que no podría especificar con claridad; recuerdo libros que me generaban extrañeza ante costumbres desconocidas, casi fantásticas, y me atrapaban con aventuras en territorios exuberantes y salvajes. Pienso en Stevenson, en Swift, en London, en Verne, en lo que imagino que serían Defoe o Melville; pero también en algunos escritores latinoamericanos como Quiroga, Carpentier, García Márquez, y seguramente muchos otros que no me acuerdo ahora mismo, pero que supieron describir el continente ingenuamente poblado de misterios, de magia, de selvas infinitas, de animales temibles, de tribus salvajes y peligrosas.
                Repito que es un libro que me sorprendió para bien. Siempre imaginé a Arlt relacionado con la literatura urbana de Buenos Aires, con Borges indefectiblemente, con Marechal, con Piglia, a veces con Cortázar, otras con Walsh, seguramente con muchísimos otros que no puedo enumerar ahora. Pero me desencaja releerme relacionándolo con los autores nombrados más arriba: ¿Qué tienen en común el metálico y asfaltado Arlt con el aventurero Stevenson? ¿El fraudulento y traidor Arlt con el fantástico y selvático Quiroga? Me va a costar muchísimo (si es que alguna vez lo logro) relacionar a este Roberto Arlt, africano, criador de gorilas, vendedor de especias, gastador de turbantes, con el que tengo tan plasmado desde hace años, el Roberto Arlt de Los siete locos, Los lanzallamas, El juguete rabioso o El jorobadito. Y sin embargo, cuando comencé a leer los cuentos de este libro tan extraño a mis expectativas, todavía sujeto a mis prejuicios, intenté encontrar en los relatos algo, cualquier cosa que me permitiera volver a traer a Arlt a donde pensaba que pertenecía: salvarlo de violentos secuestros a las puertas de Fez, de confusas hipnosis en manos de un brujo en Rabat, evitarle un paseo por la selva africana para salvarlo de sucumbir ante la enfermedad del sueño, o disuadirlo de ir a buscar hasta un lugar recóndito de la jungla la más hermosa y valiosa orquídea, hacerlo ir por tierra, como dice en alguno de sus cuentos, hasta Casablanca y de allí, tomar un barco a Buenos Aires; al intentar hacer eso con este libro tan particular, decía, pude encontrar en la mayoría de los relatos cierto aire borgeano. En parte por la fascinación ante la cultura islámica, por los nombres ancestrales del profeta y del Dios, por los religiosos seguidores del sagrado libro del Corán, respetuosos de Alá, los sabios de barba hasta el estómago, conocedores de rituales milenarios. Eso me hizo acordar a Borges, por un lado. Por otro, porque en casi todos los cuentos de este libro aparece un narrador que empieza contando algo que le pasó alguna vez en la que se cruzó con una persona interesantísima que le contó la historia que nos pasa a relatar. Y en este libro eso se exacerba hasta tal punto que uno de los últimos cuentos narra una historia dentro de la cual el personaje se encuentra a otro que le cuenta algo que le pasó siendo muy joven, cuando se encontró con una tercera persona, esta vez una mujer, que le contó su historia. Así, hubo una historia dentro de una historia dentro de una historia dentro de este peculiar libro de Roberto Arlt. Esa estructura de un relato dentro de otro, un relato oral dentro de un cuento escrito, es muy caracterísitica de Borges y, no cabe duda, de muchísimos otros escritores. Pero yo pensé en Borges, y en nadie más. Pensé en Borges porque precisaba devolver a Roberto Arlt a la ciudad, a Buenos Aires o Temperley, a las conspiraciones, los robos, las traiciones, la moneda falsa y la mala traducción de los clásicos rusos; volver a relacionarlo con esos nombres que están en mi cabeza junto a él; los mismos que figuran en los libros que están junto a los suyos en mi biblioteca.