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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



viernes, 26 de diciembre de 2014

El libro, el gaucho, el mundo

                Iba pensando en otras cosas cuando encontré el libro. Estaba en uno de los cajones de Literatura argentina del puesto 62 del Parque Rivadavia, entre un Martín Fierro y un Facundo. Buscaba, pasando libro tras libro como inconsciente, casi sin mirar, mientras hablaba con mi novia sobre un cuento de Saer que había leído hacía unos días y que ella había leído la tarde anterior. El cuento nos había fascinado a los dos, pero ella pensaba una cosa y yo otra. No me acuerdo bien en qué era en lo que no nos podíamos poner de acuerdo. Mientras le decía algo de la concepción de Saer sobre la realidad o alguna de esas cosas, encontré el libro. Me quedé callado. Ella reclamaba que siguiera hablando, que no me interrumpiera así como así en medio de una discusión. Se lo mostré. Entendió el silencio. Se calló también, un poco fastidiosa. Toda la gente que estaba en ese momento en el parque se calló. Los autos en la avenida con sus bocinas, los pájaros en los árboles con sus cantos, los chicos en el colegio cercano con sus gritos, los skaters con sus skates, los punkis con sus cervezas y sus tachas, las viejas con sus caniches, los libreros con sus radios, los vendedores de juegos programas películas con sus pregones. Todo enmudeció. Me acerqué en silencio y sin mostrar demasiado entusiasmo al librero. Le pagué. Guardé el libro en la mochila. Volvió el ruido, y las bocinas y los cantos de los pájaros y los gritos del colegio y los skates de los skaters y las tachas de los punkis y los caniches de las viejas y las radios de los libreros y los pregones de los vendedores de juegos programas películas series.
                Nos sentamos en una mancha verde oscura de césped en el interior del parque. La sombra de un pino inmenso evitaba que el sol de fines de diciembre nos calcinara vivos. Ella tenía su libro, y yo el mío. Recién comprado. Mientras ella preparaba el mate, yo saqué el libro de su envoltorio de celofán y lo hojeé. Las hojas estaban amarillas, oscuras. Muy frágiles, quebradizas. Y manchadas. Levanté la vista. Ella no me miraba. Cebaba con cuidado el mate mientras abría su libro sobre los orígenes del movimiento obrero en Argentina. Evidentemente, la discusión sobre Saer estaba zanjada y ella estaba ofendida. Ni siquiera me había felicitado por mi nueva adquisición. Lo venía buscando hacía años, y por fin lo había encontrado. Tomé el primer mate y abrí el libro en la primera página. Le devolví el mate vacío y por algún impulso extraño, quise ver en qué año había sido impreso el  libro. Abrí la última página y, para mi asombro, leí lo siguiente: “Este libro terminó de imprimirse en la ciudad de Uqbar en el mes de Septiembre de 1947.”. Tenía que ser joda. Y una bastante original, la verdad. Me había pasado una vez ya leer un libro impreso en el futuro: en marzo del 20011, dentro de 18000 años más o menos. Pero uno impreso en una ciudad de ficción era la primera vez. Levanté la cabeza para comentarle la picardía de la imprenta a mi novia, pero la vi tan linda, tan seria, tan ensimismada en su lectura, tomando notas y tomando de a poco el mate que estaba muy caliente y humeaba. La escuchaba sorber y respirar. Escuchaba el lápiz anotando cosas en el margen del libro. No quise interrumpirla. Se lo podía contar dentro de un rato. Volví a bajar la vista y abrí la primera página. Antes de empezar a leer, sentí una presencia extraña a mi lado: un hombre, parado junto a mí, disfrazado de gaucho, me miraba seriamente.

jueves, 11 de diciembre de 2014

El amante de la China del Norte. Marguerite Duras

Esta reseña empieza diferente a las anteriores. No voy a decir que es una novela escrita en 1990 por Marguerite Duras, escritora francesa, nacida Marguerite Donnadieu en la colonia francesa de Indochina, actualmente formada por Camboya, Laos, Birmania, Tailandia y Vietnam, escenario donde transcurre la acción. 
                Voy a decir que el libro estaba en mi casa. Que yo no lo compré, o por lo menos no intencionalmente. Puede que fuera de mis padres y haya caído en mis manos de casualidad. Antes de leerlo, no tenía idea de quién era su autora, ni nunca había oído hablar de ella o del libro. Sí había oído hablar, en cambio, de la corriente del Nouveau Roman, o del Objetivismo Francés y estaba interesado en conseguir algún libro de ellos (sobre todo de Robbe-Grillet), para ver por fin cómo plasmaban en el papel esa propuesta tan interesante: para poder concebir, imaginar, a un narrador objetivo, casi como un ojo, solo una perspectiva narrando la percepción no de las cosas sino de los escorzos, la descripción de lo que entra en un campo visual bien determinado, sin interpretación ni introspección, sin exceder a lo que desde un sitio se puede ver. Un narrador cinematográfico.
               Cuando me enteré de que Marguerite Duras era, sino un miembro vitalicio del grupo, una escritora muy cercana, con aportes notables, al Nouveau Roman, no dudé en ponerme a leer el libro. Con la emoción del descubrimiento de un escritor totalmente nuevo, con la intriga y la ignorancia, leí el libro en dos días. Después del primer día, busqué en internet algo más de información del libro y de la autora porque formalmente me pareció de lo más original. Y no por el narrador objetivista, inédito para mí, sino por estar lleno de oraciones como estas:

“Ella es la que no tiene nombre en el primer libro ni en el que lo había precedido ni en éste”

“Es un libro.
Es una película.
Es de noche.
(...) La voz que habla aquí es, escrita, la del libro.
Voz ciega. Sin rostro.
Muy joven.
Silenciosa.”

“En la película, no se llamará por el nombre este vals. En el libro, aquí, diremos: el Vals desesperado. (…) A la chica, en la película, en este libro, aquí, la llamaremos la Niña.”

“De la limusina negra acaba de salir otro hombre que el del libro, otro chino de Manchuria. Es un poco distinto al del libro: es más robusto que él, tiene menos miedo que él, más audacia. Tiene más belleza, más salud. Es más 'de cine' que el del libro. Y también se muestra menos tímido que él ante la niña.”

domingo, 7 de diciembre de 2014

El hombre que llegó a un pueblo. Héctor Tizón

El hombre que llegó a un pueblo es una novela breve de Héctor Tizón, publicada por primera vez en 1988. En el prólogo de 2004, el propio Tizón resume la trama de la novela: “El relato, como se verá, trata de un vagabundo, una especie de mesías canalla que en su huida llega a un pueblo perdido e ignoto. (…) En el desierto, donde todo es vislumbrado desde lejos, es imposible ocultarse. Le queda entonces encerrarse en un pueblo, pero para ello debe aceptar el papel que los demás quieran atribuirle”. El vagabundo, el hombre que llegó a un pueblo, cuyo nombre nunca se nos cuenta, es un mesías canalla. Su única habilidad es la de la palabra. Es un gran orador, un embustero, un mentiroso; es, sobre todo, un poeta: “él tenía ese don reconocido, esa facilidad para acertar con las palabras, o para poner una junto a la otra sin más sentido que el de su música secreta. De haber vivido en el sur quizás hubiera llegado a gobernante o a ingeniero, pero aquí no, porque en estas tierras las palabras sólo sirven para cantar y sólo se canta lo que está perdido.”. Se nos cuenta la historia de una persona que huye, con un libro y unas zapatillas en la alforja; que tiene un don, una facilidad para poner una junto a otra las palabras sin más sentido que el de su música secreta, con la única finalidad del canto, del sonido, y no la del sentido.
          Este hombre mentía, cantaba “tan sólo porque la mentira era más rica que la mera verdad y resultaba más fácil y creíble.”. Preso en un mundo en el que cada vez importaba menos el sentido, en el que las palabras cada vez tenían menos utilidad, la única posibilidad terminó por ser el silencio. Por eso, hacia el final se nos cuenta que el hombre “ocupaba su tiempo (…) en la poesía. No en escribirla sino en componer versos mentalmente.”. No escribía, componía versos y no los cantaba. Callaba. “El hombre flaco envejeció como todos y jamás volvió a dirigir la palabra en forma directa a ninguno (…). Al cabo de los años ya casi nadie sabía cómo ni cuándo el hombre había llegado al pueblo”. El poeta, el orador que, al llegar al pueblo no pudo convencer a la gente de que él no era el cura que hacía años estaban esperando; que no pudo convencerlos de negar el desarrollo económico que presuponía trabajar en la construcción del camino y del puente que unirían al pueblo con el resto del mundo a costa de sacrificar tantas otras cosas, terminó aceptando el papel que le atribuyeron, se terminó convirtiendo en otro, aunque la diferencia no fuera tal ya que en realidad, como dice él mismo en un determinado momento, “todo es igual, pero son distintas las palabras que lo cuentan.”.

sábado, 6 de diciembre de 2014

La vida breve. Juan Carlos Onetti

La vida breve es una novela emblemática de Juan Carlos Onetti. Aparecida en 1950, es una obra fundamental en el programa artístico del escritor uruguayo porque es la que narra el origen, la que justifica y fundamenta la existencia del universo santamariano, que retomará en la mayor parte de su obra posterior. La vida breve, igual que Niebla, de Unamuno, Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, o que gran parte de la obra de Macedonio Fernández, es una novela que mezcla y pone en un mismo plano a la realidad y a la ficción; o, para ser más exacto (aunque menos interesante), inventa una ficción adentro de la ficción y las mezcla, confunde y pone en el mismo plano. En la novela aparece el mismo Onetti, lo mismo que Unamuno aparece en Niebla, pero en este caso, el uruguayo no aparece como EL autor del plano ficcional en cuestión, sino como un personaje más que le alquila una oficina a Juan María Brausen, personaje principal y narrador de la mayor parte de la novela quien pasa por un momento de crisis en su vida: la novela comienza con Brausen en su habitación, imaginando cómo quedará la cicatriz, el cuerpo de su mujer, Gertrudis, luego de la operación de ablación de mama que deben llevarle a cabo, y cómo se llevará con ella después de eso; más adelante narra un tiempo de penosos e inútiles intentos de seguir adelante con la pareja, que termina disolviéndose; además de esto, y a pesar de intentar convencer a su jefe y a su compañero de trabajo, y de intentar salvarse desarrollando la idea para un guión de cine, terminan por despedirlo de su trabajo. A raíz de esta crisis, inventa a dos personajes ficcionales: Arce y Díaz Grey. El primero, es una personalidad falsa que se inventó para seducir a su nueva vecina sin revelarle su identidad. El segundo, el personaje del guión que se propuso escribir, pero nunca terminó. Poco a poco estos dos personajes ficticios irán ocupando el lugar de Brausen, lo irán anulando para volverse ellos los protagonistas de la novela y de su vida. La ficción aparece como una manera de Brausen de escaparse de los problemas, convirtiéndose de a poco y cada vez más en Arce, naufragando en el mundo ficcional de Santa María, de Díaz Grey, Elena Sala, Lagos, el inglés y la violinista.
A lo largo de la novela Brausen parece tener una fe incontrovertible en el poder de las palabras de cambiar, de transformar la realidad, el mundo loco en el que vive, a pesar de que una y otra vez éstas se demuestran trágicamente impotentes, se demuestran falsas. Y a pesar de esto, Brausen confía en ellas, intenta convencerse de que son poderosas, negar su impotencia. En un momento, hablando de su mujer, el narrador dice que ella descubrirá “que las palabras (…) no se habían amontonado, sólidas, elásticas y victoriosas, para formar la mama que faltaba”. Frente a esto, se propone describir a un personaje de su guión como su mujer antes de la operación. Dice: “esperé confiado, las imágenes y las frases imprescindibles para salvarme”. Y unas líneas después: “Gertrudis tendría que (…) aguardar su turno en la antesala de Díaz Grey, entrar en el consultorio, hacer temblar el medallón entre los dos pechos (…)”. Las palabras imprescindibles para salvarlo son aquellas que sí le devuelven la mama que le faltaba a su mujer.  En la segunda parte de la novela le dice a su amigo Stein: “La palabra —asentí—; la palabra todo lo puede. La palabra no huele. Transforme el querido cadáver en una palabra discreta y poética (…)”. Como si fuera poco, las palabras que no pueden cambiar su realidad, terminan por tomar su lugar, por aniquilarlo y por ser él. A lo anterior, Stein responde: “—Esa frase, esa broma, esa manera de hablar… Este no es Brausen. ¿Con quién tengo el honor de beber?”.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Piglia lee mi blog

A Ricardo Piglia lo conocí una tarde de lluvia en Adrogué. Me invitó un café por lástima y estuvimos charlando un buen rato.
Yo había ido a llevar a una amiga hasta su casa. Estaba lloviendo mucho y como tenía el auto en la puerta, le ofrecí llevarla; ella, sin dudarlo mucho, aceptó. Después de dejarla me tuve que desviar un poco de mi recorrido usual porque la calle estaba inundada. Sin que el azar tuviera que intervenir demasiado, en menos de 10 minutos me había perdido.
 Los días soleados, Adrogué es un lugar digno de admiración: las casas antiguas, las calles empedradas y los árboles inmensos dan la sensación de estar en otra época, en un lugar calmo y tranquilo, tal vez sin luz eléctrica ni coches a motor. Pero los días de tormenta, Adrogué es un lugar muy parecido a tantos otros del conurbano: las casas se mojan, las calles se inundan, los árboles se caen, el cielo es gris y todo está oscuro. A esto tenemos que sumarle que todos los vidrios de mi auto estaban empañados y que no tenía ni idea de cómo volver a mi casa. La lluvia caía de arriba abajo, pero también de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. El ruido del limpiaparabrisas inútil y del agua golpeando con fuerza sobre la chapa del auto me hacían doler la cabeza y encima (¿por qué negarlo?) tenía un poco de miedo de que cayera un hermoso y robusto pino centenario de esos que adornan las pintorescas veredas de Adrogué encima del coche conmigo adentro.
Inesperadamente, en una esquina alejada de cualquier indicio de civilización, vi un barcito. O más bien una cafetería. Por entre los vidrios empañados del coche, se veía el cartel luminoso: “Ramos” se llamaba, o algo así. Las luces estaban prendidas, así que estacioné donde pude y entré. Pensaba quedarme un rato hasta que pasara la tormenta. No había salido con plata de casa, y en los bolsillos tenía lo necesario para pagar menos de medio café. Confiaba en la piedad del empleado para que me dejara sentarme hasta que amainara la tormenta, y en el libro de Onetti que por esas cosas curiosas de la vida sí había agarrado antes de salir de casa, para entretenerme. El lugar estaba casi desierto. Me senté en una mesa y en seguida vino el mozo, un tipo gordo, asmático, que respiraba con un jadeo pesado.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Maldición eterna a quien lea esta reseña. Intervenida por Ana Serrano


Maldición eterna a quien lea estas páginas es una novela de Manuel Puig, publicada en 1981 y ambientada en los últimos días del año 1977 y los primeros de 1978. Fiel al estilo de Puig, el narrador es muy débil, casi inexistente. Lo único que hace es presentarnos a dos personas hablando, durante casi toda la novela: este narrador particular nos pone casi directamente frente a los personajes. No hace acotaciones, no dice nada. La única participación activa es la de dividir la novela en dos partes de casi idéntica duración que no tienen más nombre que "primera parte" y "segunda parte", a la vez que la de poner las reglamentarias líneas de diálogo cada vez que cambia el personaje que habla y puntos suspensivos cada vez que la persona que se espera que responda no lo hace, quedándose en silencio. Hacia el final, en el último capítulo, el narrador transcribe, sin hacer ninguna acotación ni explicación, algunas cartas que dan una conclusión a la novela.

Lo que me llamó mucho la atención no encontrar, y que está muy presente en el resto de la obra de Puig, son las alusiones al mundo del Pop Art, de Hollywood, sus galanes y sus vedettes, al mundo de las amas de casa pueblerinas de primera mitad del siglo XX y los personajes intencionalmente estereotipados del hombre, macho, trabajador, seductor y violento; la mujer ingenua, soñadora, que se ocupa de la casa y vive para servirle al marido; el niño inteligente, apasionado, ignorante, homosexual.

El padre de Larry sí forma parte del primer estereotipo. En cualquier caso, tengo la impresión de que Puig no siempre utiliza necesariamente estos estereotipos tan marcados (en otras novelas suyas aparecen, pero no como totalidad). ¿El niño inteligente apasionado e ignorante, con la excepción de la orientación sexual, no lo encarnaría Larry? Es un personaje ingenuo y con gran necesidad de aprobación y de conocimiento que busca respuestas a través la religión. Su propia inteligencia lo apartará pronto de la teología, interesándose poco a poco por otras cuestiones como el marxismo y el psicoanálisis. (¿Como al propio Puig?). 

En cierto sentido, puede trazarse una relación clara entre Maldición eterna a quien lea estas páginas y El beso de la mujer araña, sobre todo por su carácter explícitamente político y alusivo a la represión estatal, pero creo que la trama de El beso... es mucho más interesante y atrapante, (descontando su carácter experimental, con las notas al pie, postulando hipótesis y haciendo referencia a teorías científicas sobre la homosexualidad, que la convierten en una novela más versátil, mucho más interesante aún), mientras que la de esta novela es un poco más simple, sin perder, por ello, su complejidad. Es cierto que la trama no es difícil de reponer, pero también es cierto que deja muchas incógnitas sin respuesta (sea esto positivo o no).

Sin entrar en detalles por el momento (aunque seguramente más adelante escriba sobre ello), esto se puede ver como que “el autor deja muchas incógnitas sin respuesta” pero también como que el autor deja varias respuestas con las incógnitas a medio delinear. Mi sensación es más la de no saber cuál de las varias opciones ambiguas que el autor nos ha ido dejando me parece mejor para completar las respuestas, o si incluso (y mejor aún) la idea es que puedan servir todas.

sábado, 25 de octubre de 2014

Maldición eterna a quien lea estas páginas. Manuel Puig.

Maldición eterna a quien lea estas páginas es una novela de Manuel Puig, publicada en 1981 y ambientada en los últimos días del año 1977 y los primeros de 1978. Fiel al estilo de Puig, el narrador es muy débil, casi inexistente. Lo único que hace es presentarnos a dos personas hablando, durante casi toda la novela: este narrador particular nos pone casi directamente frente a los personajes. No hace acotaciones, no dice nada. La única participación activa es la de dividir la novela en dos partes de casi idéntica duración que no tienen más nombre que "primera parte" y "segunda parte", a la vez que la de poner las reglamentarias líneas de diálogo cada vez que cambia el personaje que habla y puntos suspensivos cada vez que la persona que se espera que responda no lo hace, quedándose en silencio. Hacia el final, en el último capítulo, el narrador transcribe, sin hacer ninguna acotación ni explicación, algunas cartas que dan una conclusión a la novela. Lo que me llamó mucho la atención no encontrar, y que está muy presente en el resto de la obra de Puig, son las aluciones al mundo del Pop Art, de Holywood, sus galanes y sus vedettes, al mundo de las amas de casa pueblerinas de primera mitad del siglo XX y los personajes intencionalmente estereotipados del hombre, macho, trabajador, seductor y violento; la mujer ingenua, soñadora, que se ocupa de la casa y vive para servirle al marido; el niño inteligente, apasionado, ignorante, homosexual. En cierto sentido, puede trazarse una relación clara entre Maldición eterna a quien lea estas páginas y El beso de la mujer araña, sobre todo por su carácter explícitamente político y alusivo a la represión estatal, pero creo que la trama de El beso... es mucho más interesante y atrapante, (descontando su carácter experimental, con las notas al pie, postulando hipótesis y haciendo referencia a teorías científicas sobre la homosexualidad, que la convierten en una novela más versátil, mucho más interesante aún), mientras que la de esta novela es un poco más simple, sin perder, por ello, su complejidad. 
Es cierto que la trama no es difícil de reponer, pero tambien es cierto que deja muchas incógnitas sin respuesta (sea esto positivo o no). Hay capítulos enteros en los que solamente uno de los personajes habla y frente a eso, sólo se leen los inexpresivos puntos suspensivos que no explicitan si el otro personaje está efectivamente en la habitación o si el primero está alucinando, o soñando, o qué; hay ocasiones en las que uno de los personajes se asusta, empieza a actuar de un modo que, al no haber explicaciones por parte de un narrador convencional, no se entiende si es justificado o si simplemente se volvió loco; hay un capítulo entero, solamente uno, que parece extraído de otra novela. En ese capítulo, en el que se mantiene el aspecto formal del diálogo, pero nuevamente sin ninguna explicación, nos encontramos frente a dos personajes que, si bien son similares a los que venían conversando en los capítulos anteriores, están en otro contexto histórico, geográfico y político. Al terminar este capítulo, se vuelve a la "normalidad", los personajes vuelven a ser los mismos y sus situaciones también, como si no hubiese pasado nada.

sábado, 18 de octubre de 2014

Homenaje

Cuando se agachó para buscar la ramita, sintió que se mareaba y le bajaba un poco la presión. Su nariz, por la debilidad súbita que inundó todo su cuerpo, pero sobre todo las piernas incómodamente flexionadas, se acercó hasta casi tocar el pasto un poco crecido. El mareo le hizo cerrar los ojos un instante y una imagen perturbadora que sin embargo no llegó a reconocer, pasó, sin ser llamada, como un relámpago frente a su consciencia. Cuando los volvió a abrir, aún agachado, no vio más que minúsculos cuerpos marrones oscuros, casi negros, de infinitas formas y variada consistencia, apretados, casi unidos por no se sabe bien qué extraña potencia, magnética o gravitatoria, casi sin espacio entre sí, cubiertos y rodeados de tiras verdes, largas y uniformes, verticales que se alejaban como escapándose o buscando, en otro sitio, quién sabe qué otra cosa que no encontraba en ese lugar. Mientras va sintiéndose mejor, distingue lo que se le presenta no ya como un conjunto de minúsculos fragmentos marrones o negros sin demasiada forma ni consistencia, sino como un continuo, un poco más oscuro y húmedo que hacía unos instantes, del que brotan y crecen unos bastones cuya base es más bien rectangular y cuya punta podría perfectamente ser considerada, y llamada en consecuencia, triangular. Al agacharse y acercarse a la masa marrón oscura que llamaba, sin preguntarse muy bien ni las razones ni los límites de esa nomenclatura, tierra, se dio cuenta de que de ella no brotaban solamente bastones, o tiras verdáceas, algunas más claras que otras, que llamaba sin cuestionar demasiado las razones o la legitimidad de esa nomenclatura, pasto o césped, sino que brotaba también un olor profundo y penetrante del que era imposible precisar exactamente la procedencia, pero que sin dudas venía desde el conjunto que formaban esa masa no del todo homogénea como para merecer un solo nombre, y esos bastones o tiras verdáceas, rectangulares en la base y más puntiagudos los extremos, demasiados para ser llamados en singular. La imagen que se le apareció sin pedir permiso, como un relámpago, recordó ahora, mientras aún estaba agachado porque había tenido, hacía no más de uno o dos segundos, la intención de levantar una ramita que había visto en el suelo y que pensó que podía llegar a serle útil, y había actuado al respecto encorvando un poco las piernas y la espalda, agachando el cuello y la cabeza, y extendiendo un poco la mano derecha, era una imagen de su niñez. En su cabeza, o donde sea que hubieran aparecido esas imágenes, ahora veía, nítida, la imagen de su madre, con una manguera en la mano. Recordaba, o creía recordar, ya que la imagen se había presentado tan impredecible y fugaz como un relámpago, que ésta era la reproducción de una situación de su niñez en la que él, castigado por no recuerda qué travesura, veía desde la ventana abierta de su habitación, en una calurosa tarde de verano, a su madre con una manguera en la mano, regando las plantas del jardín. Recordó, entonces, o creyó recordar, que aquel olor que subía desde un sitio imposible de precisar tanto entonces, cuando él era niño, castigado por no recuerda qué travesura, como ahora, siendo un adulto que se agachó para recoger una rama del suelo, que aquel olor, decía, era, si no el mismo, ya que sería imposible asegurarlo, muy similar al que ahora exhalaba aquel conjunto extraño e indefinible marrón y verdáceo, a veces más claro y seco, otras más oscuro y húmedo, que llamaba sin preguntarse el fundamento y sin demasiada precisión, tierra y pasto, o, siendo un poco menos específicos, jardín.
                Colocó la ramita recién recogida sobre la montañita de ramas, papel de diario y carbón que se apilaba sobre la estructura de ladrillos. Buscó en sus bolsillos y, con un chasquido hábil, habituado a la acción por repetirla al menos 15 veces al día, giró, con el dedo gordo, la piedra, haciendo que ésta generara una chispa, inmediatamente antes de que el mismo dedo, en su contracción ininterrumpida, presionara, como automáticamente, el botón negro que libera el gas inflamable, causando una explosión, primero, y una llamarada constante, después. Acercó el encendedor al papel de diario y, sin dejar de presionar, lo acercó también al cigarrillo que ya tenía sujeto entre los labios a la vez que aspiraba, absorbiendo el humo generado por el papel y el tabaco a unos centímetros de su cara, pero también por las maderas que ya empezaban a crujir y a humear desde la parrilla. Exhaló el humo y ese gusto un poco salado, en su boca, esta vez, por más que hubiera querido e intentado con toda su voluntad, no le remitió a nada.

lunes, 13 de octubre de 2014

Nadie nada nunca. Juan José Saer

Nadie nada nunca es una novela de Juan José Saer, escrita entre 1972 y 1978, y publicada por primera vez en México en 1980. Cuenta, en 222 páginas, muchísimo más de lo que parece contar, y muchísimo menos de lo que uno esperaría que cuente en esa extensión una novela normal. Y es que esa es la poética y la estética (el estilo, en una palabra) de Saer: narra desde distintos puntos de vista, con distintos narradores, incluyendo o excluyendo acciones, contando con menos, con más o con muchísimos más detalles, un fin de semana en la vida del Gato Garay, recluido por no se sabe bien qué razones (no se sabe si se está escondiendo, si es un ermitaño, si está de vacaciones; lo cierto es que en todo el fin de semana, sale solamente en una ocasión y por muy poco tiempo) en una casa en la costa de Rincón Norte, cerca de la ciudad de Santa Fé. El Gato es un  personaje interesante, que tiene otras apariciones en la obra de Saer (o desapariciones: casi siempre figura como una persona que ya no está) y del cual, por haber leído Glosa (1985) y otras novelas o cuentos, ya conocía su destino: fue secuestrado por los militares en aquella casa en la costa de Rincón Norte, presumiblemente poco tiempo después de terminada la narración de la novela. Y es que esta novela no narra ese secuestro ni, siendo estrictos, lo deja suponer. Es cierto que hay símbolos del malestar político de la época: se cuenta que desde hace unos meses un asesino de caballos viene actuando en la costa del Río Paraná, ensañándose con ellos, pegándoles un tiro en la cabeza y después descuartizándolos. Es un escenario extraño, alegoría de la situación del país en ese momento. Pero el Gato, Elisa, Tomatis, incluso el bañero (un guardavidas que trabaja cerca de la casa donde habita el Gato), aparentemente continúan el curso normal de sus vidas, sin prestarle demasiada atención a estos hechos delictivos, un poco negligente, un poco cínicamente; el único que lo hace es el Ladeado, quien deja a cuidado del Gato su bayo amarillo para protegerlo del asesino de caballos; el Ladeado, personaje que ya apareció antes en El limonero real (1974), quien está siempre preocupado por “que no aparezca, súbita, silenciosa, la mano con la pistola, y que no apoye el caño, despacio, en la sien inocente. Que no retumbe la explosión”, y quien todo el tiempo está pensando “en que no se haya, la noche anterior, levantado, despacio, la mano con la pistola, en que no se haya apoyado, con suavidad, en la cabeza amarillenta, en que no haya retumbado, súbita, llegando incluso hasta las islas, la explosión”.


jueves, 2 de octubre de 2014

El criador de Gorilas. Roberto Arlt

El criador de Gorilas es un libro de Roberto Arlt, cuyos relatos transcurren en su totalidad en África, y reflejan las costumbres islámicas de los pueblos del norte del continente y las de los pueblos del África negra. Es un libro sorprendente; la verdad es que personalmente nunca hubiera esperado estar frente a este tipo de narraciones, ni a este tipo de paisajes o escenarios, al sentarme a leer un libro del mítico escritor de Flores.
                Al leerlo, vinieron a mi cabeza algunas lecturas de mi adolescencia, que no podría especificar con claridad; recuerdo libros que me generaban extrañeza ante costumbres desconocidas, casi fantásticas, y me atrapaban con aventuras en territorios exuberantes y salvajes. Pienso en Stevenson, en Swift, en London, en Verne, en lo que imagino que serían Defoe o Melville; pero también en algunos escritores latinoamericanos como Quiroga, Carpentier, García Márquez, y seguramente muchos otros que no me acuerdo ahora mismo, pero que supieron describir el continente ingenuamente poblado de misterios, de magia, de selvas infinitas, de animales temibles, de tribus salvajes y peligrosas.
                Repito que es un libro que me sorprendió para bien. Siempre imaginé a Arlt relacionado con la literatura urbana de Buenos Aires, con Borges indefectiblemente, con Marechal, con Piglia, a veces con Cortázar, otras con Walsh, seguramente con muchísimos otros que no puedo enumerar ahora. Pero me desencaja releerme relacionándolo con los autores nombrados más arriba: ¿Qué tienen en común el metálico y asfaltado Arlt con el aventurero Stevenson? ¿El fraudulento y traidor Arlt con el fantástico y selvático Quiroga? Me va a costar muchísimo (si es que alguna vez lo logro) relacionar a este Roberto Arlt, africano, criador de gorilas, vendedor de especias, gastador de turbantes, con el que tengo tan plasmado desde hace años, el Roberto Arlt de Los siete locos, Los lanzallamas, El juguete rabioso o El jorobadito. Y sin embargo, cuando comencé a leer los cuentos de este libro tan extraño a mis expectativas, todavía sujeto a mis prejuicios, intenté encontrar en los relatos algo, cualquier cosa que me permitiera volver a traer a Arlt a donde pensaba que pertenecía: salvarlo de violentos secuestros a las puertas de Fez, de confusas hipnosis en manos de un brujo en Rabat, evitarle un paseo por la selva africana para salvarlo de sucumbir ante la enfermedad del sueño, o disuadirlo de ir a buscar hasta un lugar recóndito de la jungla la más hermosa y valiosa orquídea, hacerlo ir por tierra, como dice en alguno de sus cuentos, hasta Casablanca y de allí, tomar un barco a Buenos Aires; al intentar hacer eso con este libro tan particular, decía, pude encontrar en la mayoría de los relatos cierto aire borgeano. En parte por la fascinación ante la cultura islámica, por los nombres ancestrales del profeta y del Dios, por los religiosos seguidores del sagrado libro del Corán, respetuosos de Alá, los sabios de barba hasta el estómago, conocedores de rituales milenarios. Eso me hizo acordar a Borges, por un lado. Por otro, porque en casi todos los cuentos de este libro aparece un narrador que empieza contando algo que le pasó alguna vez en la que se cruzó con una persona interesantísima que le contó la historia que nos pasa a relatar. Y en este libro eso se exacerba hasta tal punto que uno de los últimos cuentos narra una historia dentro de la cual el personaje se encuentra a otro que le cuenta algo que le pasó siendo muy joven, cuando se encontró con una tercera persona, esta vez una mujer, que le contó su historia. Así, hubo una historia dentro de una historia dentro de una historia dentro de este peculiar libro de Roberto Arlt. Esa estructura de un relato dentro de otro, un relato oral dentro de un cuento escrito, es muy caracterísitica de Borges y, no cabe duda, de muchísimos otros escritores. Pero yo pensé en Borges, y en nadie más. Pensé en Borges porque precisaba devolver a Roberto Arlt a la ciudad, a Buenos Aires o Temperley, a las conspiraciones, los robos, las traiciones, la moneda falsa y la mala traducción de los clásicos rusos; volver a relacionarlo con esos nombres que están en mi cabeza junto a él; los mismos que figuran en los libros que están junto a los suyos en mi biblioteca.