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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



miércoles, 11 de septiembre de 2013

Cuento

El subte iba vacío, o casi vacío. La sensación de vacuidad se veía potenciada por el momento del día y de la semana: eran las seis menos cuarto de un martes, horario en el que la línea A suele ir abarrotada de gente; pero ese día en el vagón rumbo a Carabobo, habría dos o tres personas. En la estación Sáenz Peña bajaron una o dos, dejando el vagón ocupado por una sola persona, a la que por comodidad podríamos llamar Juan, o José, o Luis, pero que siguiendo razones un poco más complicadas e inescrutables que la de la simple comodidad (la verdad, acaso, o alguna otra), vamos a llamar Evaristo. Esta persona, que quedó sola en un vagón de subte de una línea de subte de una ciudad de Argentina, que casualmente es su capital, en una hora en la que por lo general suele ser pico y provocar el abarrotamiento de la gente en los susodichos vagones de la susodicha línea de la susodicha ciudad, esta persona, decíamos, no se asombró. Lo que pasaba por su cabeza es un misterio, pero podemos suponer que pasaban imágenes de ríos y de personas charlando, sentadas en puentes, sobre literatura, o sobre eventos pasados. Esta suposición se deriva de que Evaristo estaba sumido en la lectura de una novela, y prestaba menos atención a los eventos a su alrededor que a los firuletes negros, cargados de significados, sobre las páginas blancas del libro que sostenía entre sus manos, sobre su regazo. “El movimiento continuo descompuesto”, decía en el libro, y mediante una inefable causalidad, esa frase se repitió milésimas de segundos más tarde en su pensamiento, o al menos eso pudo haber pasado, en el momento en el que sonó la chicharra que anunciaba el inminente cierre de las puertas del vagón. Cuando este cierre empezó a tener lugar, un hombre bajito, de barba, vestido con una camisa larga y suelta, gris y pantalones marrones de corderoy, pana, corduroy o cotelé (elija cuál le gusta más, son todos más o menos lo mismo), mocasines igualmente marrones, tal vez un poco más claros y de color más gastado que el del pantalón, entró apurado al vagón. Tampoco a él le sorprendió el hecho de que el vagón estuviera vacío en la hora pico. Sorprendente esta carencia de sorpresa por parte de ambos. Este segundo personaje fue a sentarse, directamente y sin dudarlo, a unos metros de nuestro ya conocido Evaristo, quien levantó un segundo la vista de su libro, le dio una rápida mirada, con una disimulada sonrisa que intentaba transmitir una especie de saludo o algo así, a nuestro segundo personaje recién ingresado tanto al vagón como a nuestra historia. No se le ocurrió preguntarse a Evaristo qué razones movían a esta persona desconocida para ir a sentarse tan cerca suyo teniendo un vagón entero con sus respectivos asientos vacíos, a su disposición. Ciertamente no le importaba: le quedaban un par de estaciones y quería avanzar con su lectura.
                −Yo soy un amante de lo bello.− Dijo nuestro barbudo y anónimo personaje a Evaristo, quien levantó la vista por segunda vez, lo miró y le dijo:
                −Mire usted…− Y volvió a bajar la vista, ya desconcentrado por tantas interrupciones. El amante de lo bello se lamentó: hubiera querido decirlo de otra manera, para causar algún otro efecto. Claro que en estas páginas blancas que ahora usted, mi estimado lector, está leyendo, no se puede percatar del tono que usó para proferir la frase que a lo mejor pretendía que diera inicio a una conversación acerca de la belleza, o del amor, o del ser o de la subjetividad. También, pensó que acaso hubiera sido más dramático y efectivo, decir que era amante de lo hermoso, o de la hermosura. Pero ya era tarde, ya lo había dicho. Tenía que volver a intentar establecer contacto con Evaristo. Tal vez no se entienda bien por qué. Tal vez la comprensión de razones no sea lo más importante en este relato. Pero tenía que volver a hacerlo, y le dijo:
                −Tengo una idea para un cuento. –Evaristo levantó por tercera vez la vista, esta vez claramente agobiado. Cerró el libro, sabiendo que ya no iba a poder concentrarse, menos con ese personaje extraño cerca suyo. Desde que las puertas se cerraron, sólo había podido leer dos o tres renglones; al terminarlos, se dio cuenta de que no recordaba nada de lo que decían, de que ninguna imagen había surcado, mediante esa extraña causalidad de la que ya hablamos, su mente, así que los releyó. Esta sucesión de hechos se repitió un par de veces, hasta que el amante de lo bello afirmó tener una idea para un cuento. Evaristo no quería escucharla, no le interesaba; pero igual cerró el libro sabiendo que ya no iba a poder concentrarse, sin darse cuenta de que esa acción, que él llevó a cabo por mera frustración, podía darle a entender (y de hecho así fue) a su compañero de vagón que estaba interesado en su idea, y se disponía a prestarle total atención, sin más distracciones que el ruido variante, pero siempre alto, del trajín del subte surcando el túnel, que iba disminuyendo a medida que se acercaban a la estación Congreso. Evaristo hizo lugar a una pequeña esperanza dentro de su corazón: que su compañero de vagón bajara si no en esta, en alguna estación próxima y le diera tiempo aún de leer un poco más antes de llegar a su estación de destino, Primera Junta. Pero eso era poco probable. Otra esperanza que albergó su corazón fue la siguiente: que subiera más gente al vagón, así el destinatario de la conversación que quería forzar el amante de lo hermoso, se volvería un poco más difuso, y él podría seguir leyendo sin prestarle atención ni sentirse un desconsiderado al hacerlo. Pero eso no pasó: las puertas no fueron abiertas por ningún nuevo pasajero que intentara subir al vagón, la chicharra sonó anunciando el inminente cierre de las puertas que hubieran sido abiertas (en este caso, ninguna), y el subte recomenzó su trajinar sin nuevos  habitantes en el vehículo. –El cuento empezaría más o menos así: el vagón está vacío, o casi. Hay una sola persona, sentada, leyendo. Pero en un momento, entra un hombre al vagón…
                –…– No dice Evaristo.
                –El hombre que entró al vagón dice que tiene una idea para un cuento. Pero en un momento, la trama se complica. – Evaristo sigue sin decir nada, pero presta atención, sin mirarlo, intentando que el amante de lo bello no se percate. Guarda silencio, pero es otro silencio, distinto al anterior: lo que antes era un silencio desinteresado, incluso molesto, ahora es un silencio expectante. –Resulta que el pasajero que ya estaba en el vagón cuando el hombre entró, no tiene ningún interés en escuchar la idea. – Evaristo se da cuenta de que nada nuevo puede contarle el amante de lo hermoso; incluso duda de que ese hombre ame efectivamente la hermosura: pocas cosas hay menos bellas que un vagón de subte de Buenos Aires en hora pico, y vacío. Podría recitarle un poema de Juanele, si de verdad amara lo hermoso. Le dice:
                –Discúlpeme, pero no me interesa escuchar su idea. Por favor, déjeme viajar tranquilo, no tengo ánimo para andar escuchando a dementes contando sus demencias.
                –Discúlpeme usted. No sabía que lo exasperara tanto. Si es así, lo lamento, y no le cuento más. Sólo hay un problema, que creo que debería saber: yo tengo que ser contado. Usted tiene que ser contado. Esto tiene que ser contado. Si no lo cuento yo, entonces nadie lo contará. Podrá usted deducir las consecuencias que la falta de cuento traería a nuestras existencias.
                –Hágame el favor de callarse, se lo estoy pidiendo amablemente. – Pensó que tal vez había sido un poco brusco, pero ya la situación lo rebalsaba y estaba pensando, incluso, en bajar del vagón milagrosamente vacío y tomar la siguiente formación que pasara, a riesgo de estar, como es costumbre, atiborrada de gente, si el hombre no se callaba de una vez. Pero el amante de la belleza se calló. No habló más. Se quedó sentado, a pocos metros de Evaristo, mirando hacia abajo, tal vez a su pantalón marrón de incierta tela, tal vez a sus mocasines. Tal vez mirando al piso.

                Cuando el tren se detuvo en Plaza Miserere, y ninguna puerta se abrió, y ninguna persona entró al vagón, Evaristo escuchó en el relativo silencio, muy bajito, el llanto del amante de lo hermoso. No podía creerlo. Estaba llorando. Lo miró, para cerciorarse y vio cómo gruesas y silenciosas lágrimas bajaban por los pómulos del hombre e iban a perderse entre la oscura y tupida barba. Pensó decirle algo, pero no se le ocurrió nada, o se le ocurrieron demasiadas cosas, y ninguna era apropiada: no quería instarlo a seguir hablando, ni quería parecer demasiado confianzudo inquiriendo sobre las razones que lo angustiaban. Decidió quedarse callado él también, viéndolo llorar. Se sentía un poco vacío. No sabía por qué tenía compasión del extraño hombrecito parlanchín. En la siguiente estación en la que el subte se detuvo, Loria, y  de nuevo el ruido del subte paró por unos segundos, escuchó con un poco de alivio que su compañero de vagón y de historia ya no lloraba. Tampoco nadie entró en esa estación. Evaristo abrió de nuevo el libro un instante antes de escuchar el sonido de la chicharra, y quiso, por última vez, echarle una ojeada al amante de lo bello, para cerciorarse de que nuevamente podría leer tranquilo: el hombre con el que compartía el vagón no respiraba. Había muerto. Desesperado, Evaristo se levantó del asiento, logró salir del subte antes de que el tren reanudara su marcha, salió a la estación primero, después a la superficie y de ahí, sin demorar más tiempo, me llamó llorando a casa. Me llamó la atención, porque hacía casi un año que no hablábamos, pero él estaba tan desesperado que decidí dejar los reclamos de lado y escuchar: entre llantos me pidió por favor que escriba un cuento, que tenía que ser más o menos como él me iba a contar, que lo haga inmediatamente, sin perder un momento. El cuento tenía que empezar más o menos así: El subte iba vacío, o casi vacío. 

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