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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



lunes, 31 de octubre de 2011

El tocayo


Horacio miró su billetera. Después al bar, un galpón frío, con pocas mesas y muchas ventanas por las que se colaban la luz y el frío del campo; miró a la gente. Después, de nuevo, su billetera. Se acercó a la barra; pidió una ginebra; miró su billetera.
−Acá no se fía. ¿Tenés guita? –Dijo el pulpero, que se había dado cuenta de la cantidad de veces y de la forma en que Horacio había mirado su billetera.
−Por ahora guita tengo; no es eso lo que me falta. Tampoco es lo que busco. – Dijo, rascándose fastidioso la tupida y sucia barba.
−¿Qué buscás?
−En este bar, una ginebra o dos; tal vez más tarde a una persona, pero ahora una ginebra. – Puso la plata sobre la barra. El pulpero la agarró, puso hielo y ginebra en un vaso y se alejó. Horacio miró la billetera; miró el vaso, miró el bar, miró a la gente que estaba sentada cerca de él, una por una: todavía no había ningún borracho; tampoco estaba la persona que él buscaba, cuya foto carnet tenía guardada en la billetera, para que no se le olvidara la cara. Vació su vaso de un trago y pidió otro, esta vez más barato, no por la falta de plata sino para humillarse un poco; necesitaba humillar a alguien. Miró la foto en su billetera. Miró los ojos negros que a su vez lo miraron a él, primero miró fijo el derecho, sus pestañas tupidas, sus hondas ojeras; miró después el izquierdo, lo analizó parte por parte, para recordar cada uno de sus más ínfimos detalles, para adivinar cada gesto.
−¿Esa es la persona que esperás? ¿Tu mujer? – preguntó el pulpero, adivinando la imagen en los ojos de Horacio.
−Un poco varonil para ser mi mujer− respondió Horacio García, ya un poco mareado por el alcohol barato que había tomado, sin levantar la vista de la foto. – Se llama Horacio Benítez; es oriental. Lo estoy esperando; lo estoy buscando.
−Dejame ver si lo conozco. Conozco a toda la gente de la zona, todos vienen acá, todos me deben algo.
−No creo que venga a este lugar. No creo que nunca haya venido. Sabe que yo estoy por acá, sabe que lo estoy buscando. –Miró de nuevo la foto. Miró de vuelta a cada persona del bar. Terminó su vaso con un gesto brusco. Dejó la plata sobre la barra y se fue.
Al día siguiente Horacio volvió al bar.

−Dame una ginebra− Pidió al pulpero. Puso la plata sobre la barra y empezó a tomar de a sorbos su bebida. Miró su billetera, le alcanzaba para uno o dos vasos más. Miró a la gente del bar. Volvió a mirar su billetera. Terminó el vaso y pidió otra ginebra más, de la barata. Palpó el bolsillo de su campera. La pistola seguía ahí. No estaba seguro en ningún lado. Sabía que García lo andaba buscando y estaba cerca. Tendría que hacerle frente. Tenía miedo. No se consideraba una persona violenta. Cuando estaba sobrio intentaba evitar cualquier conversación fuerte, cualquier pelea. Pero hacía siete meses había cometido dos errores: había pagado mal el trago, había matado a una persona. Aquellos días le parecían  inaprehensiblemente lejanos, no tanto por el paso del tiempo sino por uno o dos hechos irrevocables. Y ahora Horacio lo  buscaba para vengarse, a él, a quien sus padres, medio siglo atrás, en otras porciones de tierra, le habían dado el nombre de su enemigo. Curioso destino: matar al hermano de Horacio, una especie de fratricidio disyunto; Horacio, él mismo, su propio reflejo en el charco que llaman Río de La plata, lo está buscando para vengarse. Pero estaba preparado para enfrentarse, para no escapar, para no ser el asesino cobarde; dispuesto quizá a ser doblemente asesino, incluso suicida. Sea como fuere, cuando se encontraran, cuando acabara esta infinita caza, Horacio iba a morir. Iban a asesinar a Horacio, y alguien iba a lograr vengarse, o alguien iba a lograr escapar a la venganza, si es que eso es posible.
−Dame una ginebra− Pidió Horacio al pulpero sin levantar la mirada de la billetera. Miraba la foto, la cara de Horacio Benítez, que ya recordaba más que de memoria pero que no dejaba nunca de mirar. Palpó el bolsillo de su campera; la pistola seguía ahí.
−Dame otra− Sacó de su billetera la plata, apoyándola sobre la barra.
−Dejá. Yo invito. – Puso un par de billetes sobre la barra y miró largo rato a su tocayo. – Brindo por Martín. – Los dos levantaron ligeramente el vaso y empezaron a beber, de a sorbos, vaciando de a poco el contenido de sus vasos. Sin volver a hablar. El hielo sonó simultáneamente en los dos vasos recién vaciados. Benítez se paró primero, asumiendo su responsabilidad, palpando el arma en su bolsillo. García hizo lo mismo, adentrándose primero en la fría noche. Ni el pulpero ni ninguna otra persona del bar pudo comprender  la situación, no pudieron comprender por qué el terror se borró en el mismo instante, de la cara de los dos hombres. Los dos estaban tranquilos, resignados, cumpliendo su destino. No hay lugar para dos Horacios en esta historia.
Días después, cuando interrogaron al pulpero por la muerte de Horacio, éste no supo qué decir. Sólo dijo que, al cerrarse la puerta, escuchó dos disparos y ningún grito.

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