Horacio miró su
billetera. Después al bar, un galpón frío, con pocas mesas y muchas ventanas
por las que se colaban la luz y el frío del campo; miró a la gente. Después, de
nuevo, su billetera. Se acercó a la barra; pidió una ginebra; miró su
billetera.
−Acá no se
fía. ¿Tenés guita? –Dijo el pulpero, que se había dado cuenta de
la cantidad de veces y de la forma en que Horacio había mirado su billetera.
−Por ahora guita tengo; no es eso lo
que me falta. Tampoco es lo que busco. – Dijo, rascándose fastidioso la tupida
y sucia barba.
−¿Qué buscás?
−En este bar, una ginebra o dos; tal
vez más tarde a una persona, pero ahora una ginebra. – Puso la plata sobre la
barra. El pulpero la agarró, puso hielo y ginebra en un vaso y se alejó.
Horacio miró la billetera; miró el vaso, miró el bar, miró a la gente que
estaba sentada cerca de él, una por una: todavía no había ningún borracho;
tampoco estaba la persona que él buscaba, cuya foto carnet tenía guardada en la
billetera, para que no se le olvidara la cara. Vació su vaso de un trago y
pidió otro, esta vez más barato, no por la falta de plata sino para humillarse
un poco; necesitaba humillar a alguien. Miró la foto en su billetera. Miró los
ojos negros que a su vez lo miraron a él, primero miró fijo el derecho, sus pestañas
tupidas, sus hondas ojeras; miró después el izquierdo, lo analizó parte por
parte, para recordar cada uno de sus más ínfimos detalles, para adivinar cada
gesto.
−¿Esa es la persona que esperás? ¿Tu
mujer? – preguntó el pulpero, adivinando la imagen en los ojos de Horacio.
−Un poco varonil para ser mi mujer−
respondió Horacio García, ya un poco mareado por el alcohol barato que había
tomado, sin levantar la vista de la foto. – Se llama Horacio Benítez; es
oriental. Lo estoy esperando; lo estoy buscando.
−Dejame ver si lo conozco. Conozco a
toda la gente de la zona, todos vienen acá, todos me deben algo.
−No creo que venga a este lugar. No
creo que nunca haya venido. Sabe que yo estoy por acá, sabe que lo estoy buscando.
–Miró de nuevo la foto. Miró de vuelta a cada persona del bar. Terminó su vaso
con un gesto brusco. Dejó la plata sobre la barra y se fue.
Al
día siguiente Horacio volvió al bar.
−Dame
una ginebra− Pidió al pulpero. Puso la plata sobre la barra y empezó a tomar de
a sorbos su bebida. Miró su billetera, le alcanzaba para uno o dos vasos más.
Miró a la gente del bar. Volvió a mirar su billetera. Terminó el vaso y pidió
otra ginebra más, de la barata. Palpó el bolsillo de su campera. La pistola
seguía ahí. No estaba seguro en ningún lado. Sabía que García lo andaba
buscando y estaba cerca. Tendría que hacerle frente. Tenía miedo. No se
consideraba una persona violenta. Cuando estaba sobrio intentaba evitar
cualquier conversación fuerte, cualquier pelea. Pero hacía siete meses había
cometido dos errores: había pagado mal el trago, había matado a una persona. Aquellos
días le parecían inaprehensiblemente
lejanos, no tanto por el paso del tiempo sino por uno o dos hechos
irrevocables. Y ahora Horacio lo buscaba
para vengarse, a él, a quien sus padres, medio siglo atrás, en otras porciones de
tierra, le habían dado el nombre de su enemigo. Curioso destino: matar al
hermano de Horacio, una especie de fratricidio disyunto; Horacio, él mismo, su
propio reflejo en el charco que llaman Río de La plata, lo está buscando para
vengarse. Pero estaba preparado para enfrentarse, para no escapar, para no ser
el asesino cobarde; dispuesto quizá a ser doblemente asesino, incluso suicida.
Sea como fuere, cuando se encontraran, cuando acabara esta infinita caza, Horacio
iba a morir. Iban a asesinar a Horacio, y alguien iba a lograr vengarse, o alguien
iba a lograr escapar a la venganza, si es que eso es posible.
−Dame
una ginebra− Pidió Horacio al pulpero sin levantar la mirada de la billetera.
Miraba la foto, la cara de Horacio Benítez, que ya recordaba más que de memoria
pero que no dejaba nunca de mirar. Palpó el bolsillo de su campera; la pistola
seguía ahí.
−Dame
otra− Sacó de su billetera la plata, apoyándola sobre la barra.
−Dejá. Yo invito. – Puso un par de billetes sobre la barra y miró largo
rato a su tocayo. – Brindo por Martín. – Los dos levantaron ligeramente el vaso
y empezaron a beber, de a sorbos, vaciando de a poco el contenido de sus vasos.
Sin volver a hablar. El hielo sonó simultáneamente en los dos vasos recién
vaciados. Benítez se paró primero, asumiendo su responsabilidad, palpando el
arma en su bolsillo. García hizo lo mismo, adentrándose primero en la fría
noche. Ni el pulpero ni ninguna otra persona del bar pudo comprender la situación, no pudieron comprender por qué
el terror se borró en el mismo instante, de la cara de los dos hombres. Los dos
estaban tranquilos, resignados, cumpliendo su destino. No hay lugar para dos
Horacios en esta historia.
Días
después, cuando interrogaron al pulpero por la muerte de Horacio, éste no supo
qué decir. Sólo dijo que, al cerrarse la puerta, escuchó dos disparos y ningún
grito.