Cuando me harté de andar escondiéndome y de andar posando siempre en este mundo hipócrita, me encerré en mi casa. Habré estado dos o tres semanas; compré provisiones: comida, bebida, pero sobre todo yerba y cigarrillos. Por las mañanas no abría las persianas y toda la luz solar que recibía era cuando, algunas tardes, cansado del aire viciado y del olor que ya desprendía mi cuerpo que pedía a gritos un baño, me tiraba en el piso del patio a seguir fumando y pensando. No llegué, como lo suponía, a ninguna conclusión; no fue un encierro constructivo, ni siquiera una purificación, pero pude estar sólo, ser yo por un rato y aburrirme lo suficiente, o más. Y de todo lo que pensé nada es digno de mención, porque fueron cosas que cualquier suicida mediocre podría haber escrito en su testamento. Y sí: ¿Para qué tanta metáfora? ¿Para qué tantos rodeos si la luna no es espejo de nada, ni la muerte es ningún sueño eterno? La muerte es muerte y nada más, y la luna: no hay nada más inútil, tonto que la luna. Pero el hombre precisa adornarse la vida para soportarla; precisa complejizarla para vivirla. Precisa entretenerse, porque si hablamos en serio, la vida no es ningún paseo; no es ninguna boludez: dura mucho, demasiado para pasársela sin hacer nada. Por eso hubo que inventar el lenguaje, el arte, el amor, el trabajo. Pero creo que nos pasamos de la raya y ahora, poco inteligente el animal más racional de todos, pensamos que la vida es arte, amor, trabajo: palabras. No, che. La vida es enfermedad y muerte. Y ni hay que darle tanta importancia a la primera ni a la última. “¿Qué hay que hacer?” me pregunté en mi tercer semana de encierro, y no supe qué responder. Obviamente no suicidarse, ni tampoco aburrirse. ¿Trabajar, amar, gozar, hablar? Me di cuenta que no había respuesta para eso, porque lenguaje, arte, amor y trabajo son palabras y porque las palabras también son lenguaje, también son arte, también son amor y también son trabajo y, de la misma manera las preguntas y respuestas y esto que digo es todo eso. Cualquier cosa que pueda llegar a pensar es todo eso.
Entonces me bañé, me vestí y fui al kiosco, porque se me habían acabado los cigarrillos.