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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



martes, 8 de noviembre de 2011

La carta


¡Ay warmallay warma                                                                              
yuyayhunkim, yuyayhunkim!                                                              
Jhatun yurak’ ork’o                                                                                      
kutiykachimunki;                                                                            
abrapi puquio, pampapi puquio                                                              
yank’atak’ yakuyananman.                                                          
Alkunchallay, kutiykamchu                                                                      
Riti ork’o, jhatun riti ork’o                                                              
Yank’tak’ ñannimpi ritiwalk’;                                                                    
yank’atak wayra                                                                                      
ñannimpi k’ochapaykunkiman.                                                                  
Amas pára amas pára                                                                    
aypankichu;                                                                                          
amas k’ak’a, amas k’aka                                                                    
ñannmpi tuñinkichu.                                                                        
¡Ay warmallay warma                                                                        
kutiykamunki                                                                                              
kutiyamunkipuni! [1]                                        
Canción popular peruana.                                                                        


[1] ¡No te olvides, mi pequeño,/ no te olvides!/ Cerro blanco,/ hazlo volver;/ agua de la montaña, manantial de la pampa/ que nunca muere de sed./ Halcón, cárgalo en tus alas/ y hazlo volver./ Inmensa nieve, padre de la nieve,/ no lo hieras en el camino./ Mal viento,/ no lo toques./ Lluvia de tormenta,/ no lo alcances./ No, precipicio, atroz precipicio,/ no lo sorprendas./ ¡Hijo mío,/ has de volver,/ has de volver!


AL IDIOMA ALEMÁN

Mi destino es la lengua castellana,          
                                 El bronce de Francisco de Quevedo,
Pero en la lenta noche caminada,
Me exaltan otras músicas más íntimas.
Alguna me fue dada por la sangre-
Oh voz de Shakespeare y de la Escritura-,
Otras por el azar, que es dadivoso,
Pero a ti, dulce lengua de Alemania,
Te he elegido y buscado, solitario.
A través de vigilias y gramáticas,
De la jungla de las declinaciones,
Del diccionario, que no acierta nunca
Con el matiz preciso, fui acercándome.
Mis noches están llenas de Virgilio,
Dije una vez; también pude haber dicho
de Hölderlin y de Angelus Silesius.
   Heine me dio sus altos ruiseñores;
Goethe, la suerte de un amor tardío,  
 A la vez indulgente y mercenario;
Keller, la rosa que una mano deja
En la mano de un muerto que la amaba
Y que nunca sabrá si es blanca o roja.
Tú, lengua de Alemania, eres tu obra
Capital: el amor entrelazado 
de las voces compuestas, las vocales
Abiertas, los sonidos que permiten
El estudioso hexámetro del griego
Y tu rumor de selvas y de noches.
Te tuve alguna vez. Hoy, en la linde
De los años cansados, te diviso
Lejana como el álgebra y la luna.
Jorge Luis Borges
en El oro de los tigres, 1972.[2]


[2] En el original, estos dos poemas estaban en dos columnas: uno frente al otro; pero por errores técnicos e ignorancia del autor, tuvieron que quedar uno arriba, otro abajo.

Benito (sus amigos le decían Binu, pero todavía no entramos en confianza, así que por lo pronto es Benito para nosotros) consiguió hospedaje en una pensión en Once. Inmigró a nuestro cuento a principios de los ochenta, pero llegó a la Argentina en el 77, para trabajar en una zafra en Tucumán; por razones que no nos incumben (económicas, sociales, políticas, elijan la que más les guste), a principios de nuestro relato se mudó a la ciudad de Buenos Aires. Decíamos entonces que Benito consiguió un cuarto en una pensión en Once. Lo aceptó por el precio bajo y porque muchos conocidos suyos se habían asentado en esa zona para vender lo que pudieran en las cercanías a Plaza Miserere. Muchas razones le habrían hecho declinar la oferta, ya que el cuarto era muy pequeño, no tenía baño ni ventanas y las paredes y el techo estaban descascarándose por la humedad, la falta de mantenimiento y la antigüedad del edificio. Pero evidentemente Benito consideró que los beneficios eran mayores que los maleficios, si se los puede llamar así. Para hacer una mejor presentación de nuestro personaje, podemos  afirmar que es oriundo de Andahuaylas, Perú, nacido un 24 de octubre de 1960; que quedó huérfano de madre a los 7 años al nacer su hermana menor, trece años antes de mudarse a la susodicha pensión en Once; que es el mayor de cuatro hermanos; que no tuvo ni en su pueblo natal, ni en sus tres años de estadía en Tucumán, pareja estable; a sus diecisiete años y por motivación propia decidió mudarse a Argentina prometiendo (y cumpliendo la promesa) de mandar toda la plata que pudiera a su padre y a sus tres hermanos menores.  Esta decisión no fue fácilmente aceptada por su padre, cuyo orgullo estaba dañado por la propuesta de su hijo, pero también por las causas que habían motivado a Benito a tomar esta decisión: era evidente que con su trabajo no alcanzaba para mantener a los cuatro hijos, y la partida de su hijo lo aliviaba de manera doble: habría una boca menos que alimentar y recibiría algo de plata por mes para alimentar a las cuatro bocas que aún quedaban en la casa paterna. Ambos hombres, al abrazarse profundamente, antes de partir Benito, se prometieron lo mismo: que cuando estuvieran mejor económicamente la familia volvería a unirse: el papá de Benito le dijo que lo iba a traer de nuevo a su pueblo natal y que iban a vivir tranquilamente; por su parte, nuestro personaje le dijo que cuando se asentara en Tucumán (donde ya había conseguido un trabajo), mandaría a buscar a toda la familia para volver a vivir juntos, para volver a empezar, más tranquilamente, en otro país.

lunes, 31 de octubre de 2011

El tocayo


Horacio miró su billetera. Después al bar, un galpón frío, con pocas mesas y muchas ventanas por las que se colaban la luz y el frío del campo; miró a la gente. Después, de nuevo, su billetera. Se acercó a la barra; pidió una ginebra; miró su billetera.
−Acá no se fía. ¿Tenés guita? –Dijo el pulpero, que se había dado cuenta de la cantidad de veces y de la forma en que Horacio había mirado su billetera.
−Por ahora guita tengo; no es eso lo que me falta. Tampoco es lo que busco. – Dijo, rascándose fastidioso la tupida y sucia barba.
−¿Qué buscás?
−En este bar, una ginebra o dos; tal vez más tarde a una persona, pero ahora una ginebra. – Puso la plata sobre la barra. El pulpero la agarró, puso hielo y ginebra en un vaso y se alejó. Horacio miró la billetera; miró el vaso, miró el bar, miró a la gente que estaba sentada cerca de él, una por una: todavía no había ningún borracho; tampoco estaba la persona que él buscaba, cuya foto carnet tenía guardada en la billetera, para que no se le olvidara la cara. Vació su vaso de un trago y pidió otro, esta vez más barato, no por la falta de plata sino para humillarse un poco; necesitaba humillar a alguien. Miró la foto en su billetera. Miró los ojos negros que a su vez lo miraron a él, primero miró fijo el derecho, sus pestañas tupidas, sus hondas ojeras; miró después el izquierdo, lo analizó parte por parte, para recordar cada uno de sus más ínfimos detalles, para adivinar cada gesto.
−¿Esa es la persona que esperás? ¿Tu mujer? – preguntó el pulpero, adivinando la imagen en los ojos de Horacio.
−Un poco varonil para ser mi mujer− respondió Horacio García, ya un poco mareado por el alcohol barato que había tomado, sin levantar la vista de la foto. – Se llama Horacio Benítez; es oriental. Lo estoy esperando; lo estoy buscando.
−Dejame ver si lo conozco. Conozco a toda la gente de la zona, todos vienen acá, todos me deben algo.
−No creo que venga a este lugar. No creo que nunca haya venido. Sabe que yo estoy por acá, sabe que lo estoy buscando. –Miró de nuevo la foto. Miró de vuelta a cada persona del bar. Terminó su vaso con un gesto brusco. Dejó la plata sobre la barra y se fue.
Al día siguiente Horacio volvió al bar.

−Dame una ginebra− Pidió al pulpero. Puso la plata sobre la barra y empezó a tomar de a sorbos su bebida. Miró su billetera, le alcanzaba para uno o dos vasos más. Miró a la gente del bar. Volvió a mirar su billetera. Terminó el vaso y pidió otra ginebra más, de la barata. Palpó el bolsillo de su campera. La pistola seguía ahí. No estaba seguro en ningún lado. Sabía que García lo andaba buscando y estaba cerca. Tendría que hacerle frente. Tenía miedo. No se consideraba una persona violenta. Cuando estaba sobrio intentaba evitar cualquier conversación fuerte, cualquier pelea. Pero hacía siete meses había cometido dos errores: había pagado mal el trago, había matado a una persona. Aquellos días le parecían  inaprehensiblemente lejanos, no tanto por el paso del tiempo sino por uno o dos hechos irrevocables. Y ahora Horacio lo  buscaba para vengarse, a él, a quien sus padres, medio siglo atrás, en otras porciones de tierra, le habían dado el nombre de su enemigo. Curioso destino: matar al hermano de Horacio, una especie de fratricidio disyunto; Horacio, él mismo, su propio reflejo en el charco que llaman Río de La plata, lo está buscando para vengarse. Pero estaba preparado para enfrentarse, para no escapar, para no ser el asesino cobarde; dispuesto quizá a ser doblemente asesino, incluso suicida. Sea como fuere, cuando se encontraran, cuando acabara esta infinita caza, Horacio iba a morir. Iban a asesinar a Horacio, y alguien iba a lograr vengarse, o alguien iba a lograr escapar a la venganza, si es que eso es posible.
−Dame una ginebra− Pidió Horacio al pulpero sin levantar la mirada de la billetera. Miraba la foto, la cara de Horacio Benítez, que ya recordaba más que de memoria pero que no dejaba nunca de mirar. Palpó el bolsillo de su campera; la pistola seguía ahí.
−Dame otra− Sacó de su billetera la plata, apoyándola sobre la barra.
−Dejá. Yo invito. – Puso un par de billetes sobre la barra y miró largo rato a su tocayo. – Brindo por Martín. – Los dos levantaron ligeramente el vaso y empezaron a beber, de a sorbos, vaciando de a poco el contenido de sus vasos. Sin volver a hablar. El hielo sonó simultáneamente en los dos vasos recién vaciados. Benítez se paró primero, asumiendo su responsabilidad, palpando el arma en su bolsillo. García hizo lo mismo, adentrándose primero en la fría noche. Ni el pulpero ni ninguna otra persona del bar pudo comprender  la situación, no pudieron comprender por qué el terror se borró en el mismo instante, de la cara de los dos hombres. Los dos estaban tranquilos, resignados, cumpliendo su destino. No hay lugar para dos Horacios en esta historia.
Días después, cuando interrogaron al pulpero por la muerte de Horacio, éste no supo qué decir. Sólo dijo que, al cerrarse la puerta, escuchó dos disparos y ningún grito.

El mimo


Ya desde chico que Julio era así. A nosotros siempre nos cautivaba. Me acuerdo que mi mamá se preocupaba: siempre la engañaba. A mí no. Yo lo reconocía cuando no era él; no hubo una sola vez que no me diera cuenta. Había algo en su cara, en su forma de reírse, de caminar. Para mí no era un mimo. Era algo más. Cuando éramos chicos, las travesuras. Al principio Julio actuaba y yo lo único que hacía era no delatarlo; después, cuando pude comprender la complicidad, a veces le seguía el juego, a veces aceptaba la presencia de otra persona en su lugar, en su cuerpo, y lo dejaba hacer. La misma pasión que él sentía por la actuación, yo la profesaba por la música. Heredero de montones de discos, casettes y cds por parte de mi madre y abuelo y de una guitarra criolla destartalada por parte de mi padre, desarrollé un potente oído tanto para interpretar como para componer temas propios. Cuando nos volvimos grandes (¿Cómo precisar el momento exacto en que dos nenes, luego dos adolescentes que pasan todo el día jugando, se convierten en dos adultos, si lo único que los distingue es la seriedad con que se toman el juego?), Julio me pedía ayuda, no sólo para interpretar un papel en alguna de sus obras o para pedirme opinión sobre algún personaje, sino también para elegir la música adecuada para cada acto, o incluso para componer alguna que otra canción, que siempre evaluaba con implacable seriedad.
                Cuando empezó a actuar, lo hacía como cualquier chico, y sobre todo para llamar la atención de los mayores. Pero después, alrededor de los siete años, se empezó a notar una actitud diferente frente a lo que hasta ese momento había sido sólo un juego: en su carácter obsesivo y juguetón, en su control de cada expresión, de cada movimiento, de cada sentimiento, había más que sólo un juego. Constantemente creaba personajes y los actuaba. El que más me gustaba era el profesor de facultad: un viejo que se acariciaba los bigotes, siempre con un libro bajo el brazo y una tiza en su mano izquierda; el profesor era zurdo, y eso era lo que más me llamaba la atención: Julio era diestro, pero cuando adoptaba este personaje, manejaba la tiza con su mano menos hábil de una manera asombrosa. Había días en que se pasaba horas metido en su personaje; a veces hablaba, a veces no, pero aunque estuviésemos los dos sentados y en silencio, o escuchando música, yo me daba cuenta de que no era Julio, mi amigo, quien estaba conmigo, sino Anselmo, el profesor, Darío, el lechero, u Osvaldo, el cardiólogo. Incluso había ocasiones en que agarraba mi guitarra o se sentaba frente al piano y me actuaba a mí. Mis papás decían que era una copia exacta, la misma expresión, el mismo éxtasis, la misma indiferencia por el resto del mundo cuando me sumía en mi música. A mí me parecía un poco exagerado, pero claro: yo nunca me vi a mí mismo tocando.

sábado, 24 de septiembre de 2011

La basura de unos es un tesoro para otros.


Hay gente que es muy sabia, muy inteligente, muy elocuente. Un buen ejemplo de eso es mi profesora de Teoría y Análisis Literario. Es un placer ir a sus clases, porque no sólo se aprende montones, sino que, además, suelen ser muy productivas. Es un deleite oírla hablar y, las más de las veces, tira cada frase que te quedás perplejo. Aunque tire frases muy buenas, por lo general, aquellas con las que se queda son las mejores. Por eso es que yo siempre me siento al lado del tacho de la basura que está a dos metros de la puerta. Usualmente no necesito revolver, porque siempre que tira una frase yo me adelanto a la gravedad y la agarro antes de que entre en el cesto; pero cuando llego tarde o cuando estuve distraído durante la clase (cosa que pasa bastante seguido), me quedo hasta el final y, cuando todos se hubieron ido, empiezo a hurgar entre la basura, entre las botellas de plástico semi-vacías, los papeles de alfajores, las hojas de cuaderno y las lapiceras sin tinta, en busca del alguna que otra frase para usar en mis cuentos y siempre pero siempre encuentro muy buenas frases que le dan a mis escritos un toque intelectual, reflexivo, poético, irónico… Por eso siempre voy a estar muy agradecido con mi profesora. Me ayudó a escribir la mayoría de mis cuentos y sus frases están citadas en casi todos, a veces literalmente y otras un poco modificadas.
Por los pasillos de la facultad yo le comento a mis compañeros: “¡Che, tenés que ir a las clases de la Profesora P., tira las mejores frases!”. Y todos están de acuerdo: “La verdad que sí, qué bueno que haya tan buenos profesores en nuestra universidad, tan sabios, tan inteligentes, tan elocuentes, etcétera.” Pero cuando se enteran que uso sus frases en mis cuentos, ahí pierden toda la estima que me tenían por haberles hecho tan buena recomendación y los más gentiles me tratan de cartonero literario, mientras que los más duros me acusan de plagio, robo e incluso de falta de originalidad, a lo que yo les respondo, haciéndome el desentendido y con el tono más altanero posible que la basura de unos es un tesoro para otros. 

jueves, 15 de septiembre de 2011

Fragata Presidente Sarmiento o De la reflexión sobre esas cosas sobre las que no se puede reflexionar sin caer en un círculo-espejo/ojepse-olucríc

Me pareció escuchar en la radio: “¿Quién soy?”; pero imposible: la radio no me habla en primera persona. Seguro lo imaginé.  Pero así comenzó mi viaje, mi inquisición, mi auto-inquietud, si es que no toda inquietud es inquietud de sí.  Y se me ocurrió preguntarme, primeramente, sobre la extraña relación existente entre mí mismo y una nota musical, o una afirmación que también puede ser nota musical y tantas otras cosas, pero como era de preverse esa reflexión sólo llevó a una introspección en la que menos se debatía sobre mi persona que sobre aquellas otras relaciones mucho más interesantes y extrañas como, por ejemplo, la inapelable relación entre las nueces y el ruido; entre los pájaros y las manos; entre la esquina y la lluvia y entre el ocho, unos broches y un culo…
Pero seguro alucinaba, seguro no escuché eso en la radio; probablemente hubiera escuchado Tía Carola, que no sólo es nombre de vieja chota, sino que encima es nombre de solterona, porque es tía y no madre Carola o abuela Carola; aunque tal vez el chota en el “vieja chota” no tenga nada que ver con un pito y sea una metáfora de solterona, aunque parezca medio contradictorio llamar a una persona que probablemente no vea una chota hace décadas, “vieja chota”; parece un poco irónico, aunque si la vieja chota no ve una chota seguro necesite anteojos y un buen macho que se la empome; o no, ya me perdí. Probablemente hubiera escuchado alguna otra cosa en la radio. Mejor no prestarle tanta atención, sobre todo porque tiende a ser bastante aburrida cuando está apagada y desenchufada. “¿Quién soy? Tía Carola.”. Tía Carola la chota, tía Carola.
Mi auto-inquisición, además de haberme hecho dar cuenta de que tía Carola las pelotas, o la chota, que da lo mismo, me llevó a un lugar espeso y licuado; mucho calor, mucha humedad y un galpón a la derecha y las vías a la izquierda. En el medio una calle, rodeada de dos veredas. Yo en la vereda que da al galpón. Yo, sujeto, empírico, sujetado, licuado, encadenado, insubordinado, desordenado, gu-ber-na-men-ta-li-za-do (menta-mental). No sé bien cuál es el alcance de mi discurso y decido reflexionar sobre mis propias limitaciones: INSUBORDINADO. Más que una época, es una actitud; más que una epokhé (epokhe) es yba actitud, lo mismo que ir caminando por una vereda, la vereda que da al galpón, y doblar a la izquierda en una calle con el nombre de un barco con el nombre de un presidente; e ir a ese pueblo, tan lindo, tan bonarense, tan pampeano, tan intelectual. (tal vez en griego ni lo entiendan, así que acá lo transcribo: más que una epokhé (epokhe) es una actitud, lo mismo que ir caminando por una vereda, la vereda que da al galpón, y doblar a la izquierda en una calle con el nombre de un barco con el nombre de un presidente; e ir a ese pueblo, tan lindo, tan bonarense, tan pampeano. (tal vez en griego ni lo entiendan, así que acá lo transcribo:

jueves, 8 de septiembre de 2011

Hay gente loca en el mundo

Un sujeto, un desconocido, una persona, sea hombre o mujer, por la calle lo intercepta y le dice: Buenas noches estimado cómo anda usted y usted fíjese, fíjese que el desconocido le dice eso y fíjese que usted le responde buenas noches desconocido ando bien yo y usted y usted fíjese que usted mismo le responde esta barbaridad al desconocido, usted le dice esta barbaridad al desconocido y el desconocido le pregunta a usted qué barbaridad, de qué barbaridad está usted hablando y usted está hablando de la barbaridad que le dijo al desconocido hace unos instantes y el desconocido no reconoce de qué barbaridad está usted hablando y usted se queda pensando un poco porque no recuerda haberle dicho nada sobre ninguna barbaridad, sino que, piensa usted que fui yo quien dije que usted le decía algo y que, según mi consideración eso que le decía era una barbaridad, pero yo puedo decirle, pudo afirmarle señor, que no fue consideración mía, sino que usted al desconocido, luego de que éste le diga buenas noches estimado cómo anda usted y usted le diga buenas noches desconocido ando bien yo y usted, luego de eso usted le respondió esta barbaridad al desconocido; esas son las palabras que salieron de su boca: esta barbaridad al desconocido.

Un sujeto, un desconocido, una persona, sea hombre o mujer que, por la calle lo intercepta y le dice todo eso no debe estar en sus cabales y es conveniente alejarse en seguida, no vaya a ser que

jueves, 1 de septiembre de 2011

Bajo un árbol

                El poste de metal sobre el cual se ve la inscripción “Hasta resistensia” amenaza con derretirse bajo el sol de mediodía. El asfalto, a metros de mis pies, se parece más a una gelatina que a una dura masa de piedra; allá a lo lejos, por donde debería venir el colectivo, se ve la ruta inundada, a pesar de la sequía que desde hace meses afecta al norte del país. No podría decir desde cuándo que espero el colectivo, pero el calor y la desolación del lugar me hacen pensar que estoy aquí desde hace un par de horas. Todo lo que se ve a mi alrededor lo puedo describir con una sola palabra: muerte; sin embargo voy a usar algunas más: el piso, que una vez fue fértil tierra, ahora es polvo, más parecido al suelo de un desierto que al de una prometedora zona agrícola; la abundante vegetación que se puede observar está compuesta por infinitos troncos secos, que en cualquier momento podrían causar un incendio que destruiría absolutamente todo esto que ya está prácticamente destruido; por último, lo que hace a esta parada de colectivo aún más acogedora, son los abundantes cráneos de vacas o de guanacos, algunos todavía con un poco de pelo o de carne adherido, que no fueron presa de ningún ave de carroña aún; obviamente, no hay ni una casa ni un árbol bajo el cual refugiarme del intenso sol que ya empieza, literalmente, a quemar mi piel. La botella de agua está casi vacía, pero en vez de tomar el contenido, lo vacío de una vez sobre mi cabeza, para refrescar un poco mis lentos pensamientos. A lo lejos, sobre el agua de la ruta, se ve un inmenso barco a vapor que se acerca muy lentamente; ese es mi colectivo. Desfalleciente le indico al colectivero el lugar hacia donde me dirijo, le doy la plata y me apuro a sentarme en un lugar donde no dé el sol. Sin embargo, fracaso: un molesto destello no deja de incomodarme: el sol debe pegar sobre algo metálico dentro del colectivo y viene a darme directamente a los ojos; no tengo fuerzas para cambiarme de asiento. No sé si por el calor, por el destello molesto o porque me estoy deshidratando, pero aquí adentro pareciera como si el tiempo pasara muy lentamente.
                El colectivero no tiene apuro: él tiene sus botellas llenas de agua y su ventilador al máximo. Yo, aquí atrás, probablemente la única persona en todo el vehículo, sólo tengo el pelo un poco húmedo y ese molesto brillo que no me permite discernir si hay alguien más en el colectivo.
                Se escuchan risas, conversaciones. Busco a la gente, pero no puedo ver a través del destello solar; llego a pensar que el sol está dentro del colectivo. Siento la boca seca, las manos sudorosas, igual que mis axilas y mi entrepierna, y si presto atención, puedo escuchar cómo lo poco que queda de agua en mi cabeza se evapora haciendo un divertido ruido: tzzzzzzzzzz tzzzzzzzzzzz. Cierro los ojos para escapar del destello. Imagino un colectivo que transporta al sol alrededor del mundo, veo a Galileo y a Copérnico diciendo que ellos se equivocaron, no es la tierra la que gira alrededor del sol, sino que el sol es el que gira alrededor de la tierra dentro de este colectivo en el que también viajo yo y un gordo chofer que no para de reírse solo. En un instante de lucidez entiendo que el sol no podría viajar dentro del colectivo, porque éste se prendería fuego, y recuerdo que el sol también estaba en la parada, incluso estaba cuando no se podía ver venir al colectivo a la distancia. Entiendo todo: es la luna lo que este colectivo transporta. La está llevando hacia la noche. Hacia la oscuridad. La luna refleja el sol, y su destello me da en los ojos, que ahora permanecen cerrados. De cualquier manera no los necesito. Escucho absolutamente todo lo que pasa a mi alrededor. Siento el pie del colectivero presionando incansablemente sobre el acelerador. Siento a la señora que está sentada al lado mío pedirle a su mayor Domo, Alfred es su nombre, que le sirva un vaso de Whisky con abundante hielo, ya que no hay naranjas. Siento el sol que no quiere dejarme ir, que me persigue, que está en todos lados. ¿O la luna? Siento a la dama siendo abanicada por su mayor Domo. Siento que los infantes de marina registran mi bolso en busca de flautas mágicas que sean capaces de llamar a la lluvia, porque la situación del centro-norte del país es inaguantable, no se peude esperar a que Dious esté algún día aburrido y se le ocurra que quiere dejar de torturarnos. Npo tenemos duerzas paa sentir el agua que nos estn tirando en la cabeza, si es que eso está pasando o no. Tal ves, si abriera los ojos… pero no, eso no es posible, bnunca lo fueg y esta bie que no lo sea, cada uno tiene sus derechos y hay que respteralso porque sino cómo podría funcionar la económia nudial      e el contextico de un ambitó que la crisis ahorasin yo evo una vieja que est BIEn VEStidA   No le creo nada que dice        estamos BienN, menos mal que bajaun poc el frios              el voiento    VIoooooLeeeentooooooooooo                           el SUYeño                FALSID                                ArmAD                       AAAaaaRRRRrrooommmmaaaaaaaas                               gIrAsOl    guantes      cv     Ebtren                      estreno              Ramofic             SIENTO                           Alma                     la Cabezaaaaszzzz                   NEGrooo…….. .   .  …… . . … . ……….                             ……………..    …….. …… . . . . . . . . ………       . . .              …………………………………..                  .                  .              ……………..        .        . . . . . .      . . . .     . . ..                ………            ………          .        …………                                   . .      ……………                        . .      . .        . .        . .     .   .                     .. ..        .. .. .. ……………                                ………………………                           .  ….. …… ……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………           





El colectivo se detuvo. Todavía tiene los ojos cerrados, pero sabe lo que está pasando. Siente el destello del sol sobre su cara, siente su calor insoportable. Siente cómo, suavemente, el colectivero lo baja a la banquina y lo arrastra hasta la sombra de un árbol no muy lejano. Probablemente  lo estuvo buscando desde que lo vio desvariar, perder el conocimiento. Se está alejando. No pude ser que se le ocurra dejarlo acá al pobre diablo, solo, en el medio de la nada, con este calor y sin agua… Está volviendo, trae algo del colectivo; posiblemente, una pala. Todavía tiene los ojos cerrados, sigue sin recobrar el conocimiento. Por un momento, siente de nuevo el insoportable brillo del sol sobre la cara. No lo siente más; el colectivero está a unos metros de él, haciendo algo; algo que, al no ver, no puede saber.
                Media hora estuvo el colectivero absorto en su tarea. Ahora lo siente acercarse, una vez más siente el brillo, pero por muy poco tiempo; ya no lo siente. Las fuertes manos, transpiradas, del chofer, lo agarran por la espalda; lo acomodan en un lugar mejor, mucho más cómodo y fresco. De nuevo el brillo; de nuevo el colectivero haciendo algo que no puede descifrar: oye ruidos, siente el esfuerzo, los suspiros, la transpiración, el ruido del agua bajando por su garganta mientras toma de una de sus numerosas botellas de agua. Terminó. Por suerte terminó. Ahora lo va a agarrar, lo va a acostar en el colectivo y lo va a llevar a un hospital para que lo traten… Se está alejando. Tal vez va a guardar la pala. Seguramente a él también le molestaba su brillo, obviamente no podía manejar con los rayos del sol pegando primero en la pala y después en su cara, encandilándolo.
                Evidentemente iba a volver a buscarlo… Encendió el motor del colectivo, se está alejando lentamente. No sabes por qué pero no tenés miedo, no te importa.

                Al poco tiempo, y después de años de sequía, se largó a llover. Fue entonces que sintió, implacable, el peso de la tierra sobre su cuerpo.                                                                                                                                                                                                                                          

martes, 9 de agosto de 2011

Desalojo

Ver la sonrisa de doña Clara me produjo una sensación tal que no pude decirle que no era verdad lo que había oída; que la iban a echar, como a tantos otros; que la iban a obligar a abandonar su casa, su perro, su pueblo donde había vivido por ochenta y ocho años, e el que estaban enterrados sus padres, su marido y sus hijos muertos en un confuso accidente en la ruta. La vida de Clara había sido dura: "trabajando duro y sin pensar. Asé es que pude sobrevivir a la vida. Mis hijos y mi marido me ayudaron, pero ahora que estoy sola, nada más que el trabajo. El trabajo y Chacho, que ya está viejito". Por eso, ahora, al ver la sonrisa de doña Clara, feliz porque a ella no la iban a llevar, no le pude decir que eso era mentira; que tenía que irse, porque sino la iban a desalojar a los palazos.
          "Yo me apuré por tener hijos, me apuré por casarme, para poder tener nietos, tal vez hasta bisnietos, y ahora que pasó esto con los chicos...Yo por eso los tuve a los veinte". Me había dicho cuando nos enteramos del accidente. Después pasó lo del marido, que mejor ni acordarse. Ella dice que murió de tristeza. Los médicos no supieron decir de qué, y entonces le versión de Clara se difundió por todo el pueblo. Y todo el mundo le tuvo miedo a la tristeza. "También hay gente que muere de miedo".
       Pero ahora sonreía. Sonreía me ofrecía té, le daba agua a Chacho y sonreía. Y yo le tenía que decir que no, que no quería té, que mejor dejara al perro en paz y que se pusiera a ordenar lo poco que tenía en la casita, que la iban a llevar a otro lugar, uno mejor, donde no necesitara prender fuego en una lata para calentarse, donde tal vez tendría gas, donde seguro tendría una ducha, donde, por lo menos no tendría tan cerca las vías del tres ("tan peligrosas antes, cuando de verdad pasaba").
 -Vos fuiste amigo de los chicos- Me dijo. Y todavía no sonreía, estaba preocupada por el desalojo- ¿No podrías hacer algo? Seguro a vos te escuchan. no pienso vivir mucho más, pero lo que me quede quiero pasarlo acá, donde fui feliz, aunque también haya sido triste. Acá fui feliz, ¿Entendés?
-Voy a ver qué puedo hacer, Clara.- Y ahí fue que empezó a sonreir.
          Por eso no le dije que no había posibilidad alguna. Esas tierras eran del Estado y habían dado la orden de desalojo. Iban a transladar a todos los residentes de esa zona a unas casas prefabricadas a unos doscientos kilómetros de ahí. Pero Clara me dio lástima. Cuando volví, después de que, a pesar de mis intentos, nadie escuchara los reclamos de doña Clara, sabía que se había difundido el rumor de que al final el tema del desalojo se había suspendido, pero no era verdad. incluso habían preparado un operativo policial para la noche. Volví convencido de decirle a doña Clara que prepare las valijas, que se tenía que ir lo antes posible; pero estaba ahí una mujer que desde hacía cuarenta años no sonreía, que tenía la mirada triste y trabajaba para olvidarse; una mujer que yo visitaba una vez por mes, porque sus hijos había sido mis amigos, una mujer que, cuando me veía entrar, me ofrecía té o mate cocido, le daba agua al perro, por un rato charlaba conmigo, recordando a sus hijos, a su marido y después volvía a la máquina de coser, a trabajar dejándome sólo con el té y el perro, con el ruido de la máquina de coser, hasta que yo salía por la puerta de chapa y la escuchaba parar con la máquina, levantarse, trabar la puerta con un ladrillo y volver a la máquina. Esa mujer estaba sonriente, estaba feliz.
          -Discúlpeme, doña clara, no pude hacer nada. Tiene que hacer las valijas. En diez minutos voy a pasar con la camioneta para llevarla. De acá se tiene que ir.
-No necesito valijas. Necesito a mi perro, a mi casa y a mis muertos. Volvé a buscarme cuando quieras. Yo no voy a estar para que me lleves.
           Cinco minutos después, toqué la bocina, para avisarle que ya había llegado. Esperé diez minutos más, cuando de golpe el viento dejó de soplar y el sol empezó a calentar. A pesar de tener los vidrios bajos, en la camioneta me estaba muriendo de calor. Bajé a ver si doña Clara estaba lista.
           La puerta de chapa estaba trabada con el ladrillo. Tuve que hacer bastante fuerza. Al entrar, el perro empezó a ladrar con un ruido seco, a perro seco, a perro muerto. Me fijé en todo el ambiente, que era el único que tenía la casucha. Doña Clara no estaba. En el piso había una lapicera y un papel firuleteado. Tal vez la vieja había querido escribir algo, pero no había recordado cómo. Di la vuelta a la casita, salí al fondo, donde estaban las vías del tren, y tampoco por ahí estaba. Si se hubiera escapado, se hubiese llevado al perro. Además, las señoras de su edad no pueden moverse tan rápido.
   

El crimen perfecto




























[1] Tengo que hacer una aclaración acerca de este cuento: habiendo leído a Macedonio Fernández y habiéndome maravillado por su estilo de escritura, quise copiarlo y comenzar la historia no desde el principio; intenté saltearlo y comenzar el cuento desde algún lugar del medio: leyéndolo a él, este artificio parecía muy fácil de lograr. Sin embargo no pude (tal vez por falta de claridad Metafísica): cada vez que me disponía a escribir este cuento, necesariamente tenía que empezar por el principio, seguir por el medio y concluir en el final. De cualquier forma, obstinadamente, me aferré a esta idea que había tenido y que no pude lograr, por la que a este cuento no sólo le falta el principio, sino que también le falta el cuento.
Hay algo más que a este cuento le falta: conocimiento. Este factor también influyó en la carencia de cuento. No conozco a nadie que me pueda informar sobre las leyes nacionales, federales, provinciales y de la ciudad de Buenos Aires, y me falta decisión para consultar en la Constitución o donde sea que se encuentren estas leyes; es así que no sabría afirmar certeramente si, al ser encontrado un cadáver en el medio del riachuelo, es la justicia nacional, la provincial o la de la ciudad la que se hace cargo del caso, o ninguna de ellas: tal vez haya que esperar a que el cuerpo se acerque flotando a la orilla de la capital o hacia la de la provincia para que las respectivas autoridades se hagan cargo del caso de homicidio. ¿Y si el cuerpo de la víctima se decidiera a flotar exactamente en el medio del riachuelo eternamente? ¿Quedaría el caso judicial estancado (como el cadáver), ya que ninguna autoridad se haría cargo de él? ¿Se convertiría el asesino en un perfecto criminal, capaz de burlar a la justicia y escapársele? No sabría responder.
Por el momento, lo único que sé es que este cuento (ignorante, carente no sólo de principio, sino que también de cuento) no puede contar la historia del crimen perfecto por ignorancia y deficiencia del autor.
Iván Barbagallo

Ejercicio de escritura automática, del 2008 debe ser.

Acá adentro, mientras tomamos pantuflas en mi casa, siempre siempre mordiendo bizcochuelos y tomándoselo calmadamente, más despacio; más lento. Rojo, naranja y verde. Las luces están confeccionadas con soltura, miedo y tragedia. No escribir no sería gris. Nadar dentro o fuera, pero nadar. En seguida uno se cansa y no puede. Tóneles de azufre hirviendo te caen en la guitarra y las rayas oscuras te pesan en el pie. Los azules, ataúdes, lloran manzanas y ballenas. Un dedo muy largo te golpea el pecho y te resuena. Resuena. Nieve en tu piel y frío en el cielo. La puerta, verde como el pato en la laguna. Levantate, hay algo que hacer y no ver más lejos. Aprender en el mismo techo que tu familia no es sensato y no es sincero. El dolor en la lapicera te cena y aflige. Ranas en tu pelo y piojos en el estanque. Romanos tienden a subir y las lanas anidan en tu cara. Los suéteres te comen las uñas y la cerveza te las toma. Ocho ojos te miran como una araña entre los dedos de tus pies. El ruido en las escafandras, abajo del mar o en la luna. Delante de las panderetas se mueven los nenes con tenedores y tenerifes. Borges se cae en el pozo de la inocencia y de la incontinencia. El tapado no te deja mover y el auto. El feo horror que se eleva en tus constelaciones te arrepiente de correr y para, parás. Un túnel: entrás entre Renatas y serenatas para tocar un sí bemol y un no sostenido. Vemos lo que no se debe ver; enfrentamos las miradas menos escolásticas. San Anselmo y los pájaros te pegan en la cara. La sangre te empapa los pies. ¿Ves? Es lo que se debe. Y la letra no sale bien; se deforma bináreamente y ya es tiempo de salir del túnel y parar. Ya es hora de que la negra se exprese como debe y de que no se arrepienta más de enhebrar hilos con sus pestañas, o de cabalgar... y soltar las riendas.

viernes, 29 de julio de 2011

La hermana

Cuando Greta Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama, acostada boca abajo, sintiendo una ligera náusea. Y sí, es que el recuerdo de su fallecido hermano (o al menos eso suponemos) todavía la aquejaba por las noches y guardaba en su corazón una tribulación que no se animaba a revelar, ni a sus padres ni a sus amigas, y que no le permitía retomar como de costumbre su vida. Tampoco sabemos nosotros, pues no nos lo ha contado, qué era ese pensamiento que no la dejaba tranquila por las noches y, que durante el día se le olvidaba de a ratos para luego regresar con más fuerza, antes de irse a acostar.  Una semana después de la muerte de Gregorio, el matrimonio Samsa y su hija Greta se mudaron a una casa mucho más chica, barata y cómoda que la que vivían, donde había pasado el horrible accidente. El señor y la señora Samsa aparentemente habían podido retomar sus vidas sin mayores complicaciones; aunque la deuda del señor Samsa aún no estaba saldada, con toda la familia trabajando intensamente, en menos de un año, dejarían de ser deudores y podrían incluso pensar en ahorrar un poco. Aparentemente el matrimonio no extrañaba para nada a Gregorio, e incluso se podía percibir, cuando hablaban de él (aunque ciertamente no lo hacían muy a menudo) cierto esbozo de odio o de horror en sus palabras.
¿Qué aquejaba a nuestra Greta? ¿Qué pensamiento, qué sentimiento era el que no le permitía practicar sus lecciones de violín, dormir tranquilamente por las noches o intentar socializar para conseguir un pretendiente joven y adinerado, como le aconsejaban diariamente sus padres? Ciertamente algo que ver con Gregorio tendría, ya que antes del horrible incidente dormía como un ángel y tocaba el violín que daba gusto. Pero ella no lo contaba; tal vez porque no podía ponerlo en palabras, tal vez porque no se animaba a hablar. Tal vez sabía algo que podría develar el misterio de lo ocurrido a su queridísimo hermano. Tal vez se sentía mal por haberse alejado de él cuando él más la necesitaba. O tal vez nada tenía que ver con su hermano, tal vez se sintiera mal por el excesivo acné en su cara, o por algún que otro kilo de más que podría llegar a tener. Lo cierto es que Greta no estaba tranquila y no podía conciliar el sueño por más de tres horas consecutivas. Por las noches soñaba; tenía pesadillas. Y esto lo sabemos no por haberla espiado mientras dormía, que admitir eso sería correr el inmenso riesgo de ser denunciado por acoso, tal vez encarcelado, tal vez obligado a permanecer lejos de nuestro personaje por una orden de restricción (no estamos muy familiarizados con las leyes austríacas o checoslovacas de principios de siglo) pero de cualquier forma, obligados a no poder terminar de contar este cuento, más por falta de fuentes que por imposibilidad física. Decía, esto lo sabemos no por haberla espiado mientras dormía, sino por ciertas herramientas que tenemos los narradores de relatos que no pueden ser expuestas públicamente, y menos en un relato como este, a riesgo de ser expulsados del gremio de narradores y perder nuestros beneficios provenientes del susodicho gremio. Por las noches tenía pesadillas, esto lo sabemos y punto. Y durante el día le costaba concentrarse, se pasaba horas pensando (en qué, no sabemos), mirando un punto fijo, a veces con los ojos cerrados, quizá imaginando algo, quizá durmiendo, ya que por las noches no podía descansar.

martes, 12 de julio de 2011

El tío

El sábado cuando llegó el tío estaba un poco raro. Estaba despeinado, barbudo y tenía cara de sueño.  Papá le abrió y le dio un fuerte abrazo. Como nunca se abrazaban y no había venido con la tía Lili, no estaba segura si era el tío o no. Él decía que entre hermanos no hacía falta abrazarse, que era obvio que se querían. Como a mí siempre me abrazaba, corrí a saludarlo. Pero me dio un abrazo sin ganas, ni siquiera me alzó. Me dio un beso en la frente y la barba me hizo cosquillas, así que me reí. Marcelo se acercó y dijo “hola”. Yo a Marcelo tampoco lo abrazo, pero no porque sea obvio que lo quiero: Marcelo es malo y me trata mal, y yo no lo quiero. Hace casi un año que el tío Roberto está de novio con la tía Lili. Antes cada sábado venía con una tía nueva, y eso era divertido. Para mí; para mis papás no. Siempre después de cenar y de tomar el café, apenas cerraban la puerta de calle, mis papás empezaban: “no puede ser”, “por qué no se asienta de una vez” “es un inmaduro” y cosas así. Para mí no era inmaduro. Era divertido. Pero después conoció a la tía Lili, que es muy linda y muy buena y de todas las tías es la que más quiero. Tiene pelo negro y largo y ojos muy azules. Y además es maestra, como mi tío, pero ella es de jardín y mi tío es de secundario. Se ve que mi tío también había preferido a Lili antes que a las otras, porque hace un año que todos los sábados que nos viene a visitar o viene con ella o habla de ella y de lo feliz que está.  Pero este sábado, cuando mi mamá se acercó a saludarlo, ella también le dio un fuerte abrazo. Parecía que el tío ya no estaba más feliz y precisaba que lo abracen.
A mí me encanta hablar con el tío. Siempre cuenta cosas entretenidas que leyó en algún libro y las cuenta con unas palabras que no entiendo ni la mitad, pero igual me divierte. La última vez me había empezado a contar la historia de una guerra y de un soldado que no me acordaba cómo se llamaba pero que era el más fuerte de todos, y todavía le faltaba contarme el final. Por eso me senté en el sillón, pero el tío ni me miró. Se fue directamente al estudio de papá. Mi papá es muy bueno en muchas cosas, pero siempre dice que no tenemos que entrar al estudio porque ahí es donde se concentra y trabaja y que si lo desconcentramos, entonces no puede trabajar y no nos puede comprar cosas. Como a mí me gusta que me compre cosas, ni me acerqué. Mami preparó café y nos hizo una leche a Marcelo y a mí. Yo no la tomé para que viera lo enojada que estaba, pero no se dio ni cuenta. Estaba ocupada poniendo en una bandeja el café, una botella y los habanos. Se me ocurrió que los habanos eran para el tío, porque papá los fumaba nada más que en navidad y en alguna otra reunión importante.

Doble Apellido

Cuando Andrés vio en el diario que había muerto Juan Doble Apellido, lo invadió una tristeza que no supo entender, que no supo nombrar, aunque a los efectos prácticos de este relato, me tomé la libertad de llamar tristeza [ya verán que esta indecidibilidad sigue aquejándonos unos renglones más abajo y que llamamos a esta sensación de más de una manera distinta.]. El nombre le sonaba conocido, pero al principio pensó que era sólo por ser aquél una figura de renombre tanto en el ámbito político como económico. Sin embargo, había algo más, algo que no podía recordar.
Juan Doble Apellido, Hijo de Juan Doble Lavalle y de María Apellido Montes, fue durante años director de la compañía Company and Co. Murió el miércoles 26 de mayo a las 3 de la mañana en un trágico accidente en la ruta 9, yendo de Buenos Aires a Córdoba. Se comprobó que estaba alcoholizado. Viajaba sólo y no hubo daños a terceros. Aparentemente, había estado en una cena y tenía que ir a Córdoba por negocios. Los allegados a él, sabían que prefería viajar de noche, para llegar más rápido; a pesar de las recomendaciones de aguardar y viajar al día siguiente, habiéndosele pasado el efecto del alcohol, Juan Doble Apellido decidió viajar igual. Su auto último modelo, volcó al morder la banquina de la ruta a una velocidad estimada de 180 km/h expulsando al conductor (que iba sin cinturón de seguridad) por el parabrisas alrededor de diez metros. El auto quedó destrozado y Doble Apellido quedó inconsciente a causa del fuerte golpe; se estima que murió unos momentos después por una fuerte contusión recibida en el cráneo. Si alguien hubiera presenciado el accidente y llamado una ambulancia, probablemente seguiría vivo.

lunes, 6 de junio de 2011

Los progresos de la ciencia

La ciencia médica hace prodigios en los laboratorios, las clínicas y los hospitales y se acerca el día en que encontrará la cura, las pastillas, las vacunas para cualquier problema médico. Probablemente al nacer (cosa que no ocurrirá más en un hospital, sino cómodamente en el sillón de alguna confortable sala de estar) el nuevo individuo sea plagado se inyecciones y diversos medicamentos, anticuerpos, que prevendrán posibles enfermedades futuras. Evidentemente la industria farmacéutica se verá privilegiada por este sistema, pero el ramo médico-hospitalario se verá incalculablemente perjudicado: nadie tendrá que acudir a un médico clínico ni a la guardia de un hospital más que por accidentes graves; nadie precisará consultar más a un oftalmólogo, a un pediatra, a un ginecólogo, a un cardiólogo. Todo estará curado de antemano. Pero todos sabemos las poderosas personas que están detrás de las instituciones hospitalarias, tanto públicas como privadas, incluso de las universidades (imposible no prever un aluvión migratorio de las facultades de medicina hacia las de farmacia y bioquímica), y sabemos que no se quedarán con los brazos cruzados, tranquilos, contentos, mirando un atardecer su casa junto al mar o en el campo mientras sus negocios de toda la vida desaparecen,  se convierten en ruinas y sus bolsillos se vacían rápidamente sin volverse a llenar a fin de mes. No, señor. Sabemos que no se rendirán sin dar lucha. Pondrán todo su ingenio al servicio del mal que históricamente trataron de combatir: idearán y producirán nuevas enfermedades, terribles, dolorosas, pero no mortales y que no puedan ser prevenidas ni curadas por los medicamentos existentes; y los laboratorios aprovecharán para desarrollar nuevas pastillas, nuevas vacunas, nuevos jarabes, nuevos supositorios y así ampliar su mercado.
                Pero se pide que el lector no sea ingenuo. Esta batalla no es una  batalla a muerte ni mucho menos. Es una guerra, sí, pero en la que nadie saldrá perjudicado y todos saldrán ganando: los hospitales, los laboratorios, los médicos y los pacientes. Sobre todo los pacientes que pasarán de tener una vida sana y rutinaria, aburrida, a verse obligados a romper con la rutina, con ese tremendo hábito de renunciar a pensar, para ir un jueves por medio a la consulta de algún médico por un fuerte dolor aquí o allá.

viernes, 29 de abril de 2011

El relato inestable

En Es preciso votar, de Ricardo Longonetto


Ya hace años que pasó lo del gran temblor de Buenos Aires.  En los edificios viejos todavía se pueden ver las rajaduras, algunas muy grandes, otras no tanto. En alguna que otra biblioteca o hemeroteca pública quedarán algunos diarios de esa fecha con titulares terribles, intimidantes, que ese día causaron pánico en toda la ciudad. Seguramente muchos, como yo, lo recordarán. Pero ya nadie habla de eso. Nunca me quedó claro si fue una política del gobierno o algún acuerdo tácito entre todos los porteños, pero después del terror desmesurado de ese día, en el que todos pensamos que nos íbamos a morir; en el que todos propusimos distintas explicaciones para tal movimiento de placas en una zona que, se sabe, todos lo saben, no es zona sísmica; en el que algunos pensaron en un movimiento del eje terrestre, otros en marcianos, otros en una bomba atómica, otros en Dios y otros en el Diablo; después de ese día en el que tanto se habló, la gente no habló más. Por lo menos hasta hoy. Creo que lo que desconcertó a la gente fue la falta de explicaciones: cientos de científicos, de distintas ramas, no pudieron encontrar la causa del temblor. La mayoría de ellos, obviamente sismólogos aseguró que el movimiento fue sólo en los límites del Río de la Plata, la General Paz y el Riachuelo, que si hubiera sido un sismo, el epicentro sería fácilmente localizable (y obviamente nunca se lo halló) y que hubiera repercutido en otras áreas, por ejemplo Vicente López, Tres de Febrero, Lomas de Zamora, Avellaneda, o Uruguay, y que en esos sitios no se sintió ni el más mínimo temblor del suelo. Ni siquiera en las calmas aguas del ancho Río de la Plata encontraron la más mínima onda, que pudiera haber sido causada por el temblor y provocado una terrible ola que arrasara con todo Montevideo. Tal vez fue por ese desconcierto que, durante algunos meses se habló de un castigo divino, se elevó lo que había pasado a la altura del mito y, como sucede siempre en estos casos, terminó deviniendo una fábula, un cuento, una mentira con moraleja que le cuentan los viejos a los chicos.
                Pero yo estuve ahí, y quisiera hablarles de eso. Tal vez yo haya sido la única que dio con la verdadera, aunque inexplicable, explicación. Por más ridículo que parezca, me sentiría muy mal si, por mi culpa, esto que voy a contar no se supiera nunca. Creo que contándoles esto, estoy haciéndole bien a la sociedad, recuperando un poco de la historia, de la memoria de los olvidadizos porteños.
 Fue por octubre, de eso estoy seguro. Ahora, la fecha exacta ni me la pregunten. Sé que fue de noche; la noche de un día laborable, seguro. Recuerdo haber estado muy cansado. En ese entonces yo estaba dando clases de lengua y literatura en el Carlos Pellegrini y estaba trabajando en mi tesis. Me acuerdo de la imagen del departamento después del temblor; del lio de papeles, libros, apuntes. Pero antes de eso, era una noche tranquila, un poco calurosa. Todo fue repentino; vino de golpe, duró unos veinte segundos –veinte segundos en que pensé que el mundo entero se estaba viniendo abajo, veinte segundos de una violencia inimaginable- y se volvió a ir, así como si nada, dejando casas venidas abajo, calles con grietas de hasta un metro, todo tipo de destrozos materiales (en mi departamento, por ejemplo, se rompió una cañería de agua y se inundó completamente el baño y el living-comedor) y, según se comentó, varias muertes.
                Mi televisión no andaba y, para acrecentar  el desconcierto, a la media hora del temblor, se cortó la luz en toda la cuadra. Todos los vecinos bajamos a la calle e intentamos informarnos por lo que contaba cada uno. Muchos habían podido hablar por teléfono con familiares del Gran Buenos Aires que aseguraban no haber sentido nada. Otros, con sus conocidos policías o bomberos que podían dar un poco más de información, pero ninguno de nosotros sabía mucho. Estábamos todos igual, desesperados. Todos menos uno: un hombre de barba que desde un principio me llamó la atención. Estaba sentado muy cerca del fogón que habíamos improvisado, para cocinar algo entre todos. Tenía una frondosa barba y no paraba de escribir. Parecía incluso estar disfrutando, divirtiéndose; casi riéndose. Se me ocurrió que podía ser un periodista. Del barrio no lo conocía, aunque su cara me sonaba algo familiar. Ricardo, me dijo que se llamaba y no, no era periodista. Le pregunté qué escribía y en seguida se le borró la sonrisa de la cara. Sin embargo, seguía escribiendo; parecía no darle importancia a lo que yo decía. En un momento sentí un impulso muy fuerte de alejarme de él. Pensé que no podía ser una buena persona si se divertía así con el sufrimiento de la gente. Me alejé unos pasos, pero en seguida la curiosidad pudo más y me volvía a acercar. Le comenté que yo era profesor de Letras. A pesar de que nunca levantaba la lapicera de su cuaderno, pareció un poco más interesado. Me preguntó, dado mi conocimiento profesional, qué opinaba de la situación, del sismo en plena Ciudad de Buenos Aires, la gente desesperada por las calles, que qué me parecía eso. Fue una pregunta muy extraña y la única respuesta que se me ocurrió fue: desastroso, terrible. Ricardo seguía escribiendo, mientras me pedía que use un poco más la imaginación: “Si esto fuese un cuento –dijo- ¿qué opinión le merecería?” “Sería original. Habría que ver el desenlace. Una lástima que los libros nadando en el living de mi departamento opinen que esto es real, y no un cuento.”. El hombre era raro, pero de todas formas era simpático, y evidentemente, aunque nunca dejara por un segundo de escribir, se notaba que ya había entrado en confianza. Me acerqué para convidarle un cigarrillo, que aceptó gustoso. Cuando le acerqué el fósforo pude leer las últimas palabras de lo que estaba escribiendo: “Cuando le acerqué el fósforo pude leer las últimas palabras de lo que estaba escribiendo.”. Levantó los ojos de su cuaderno, enfurecido, pero sin dejar todavía de escribir. De golpe se sintió que la tierra volvía a temblar, esta vez más fuerte que la anterior y en ese preciso instante Ricardo dejó de escribir.

Longonetto y su nuevo estilo.

Por Roberto Schmit; Periodista y Crítico literario.

Al leer por primera vez a Cortázar no pude evitar sentirme profundamente cautivado por sus personajes y las situaciones por las que se ven forzados a pasar, como por ejemplo “No se culpe a nadie”, cuento en el que un personaje no puede ponerse exitosamente un sweater de lana y cuyo desenlace me dejó, sin más, boquiabierto. Situaciones simples (¿A quién no le costó alguna vez ponerse un abrigado sweater? ¿Quién no se quedó nunca atrapado dentro de un sweater, intentando pasar la cabeza por la manga?) con desenlaces fuera de lo común. También recuerdo un cuento que me extrañó mucho por la simpleza con que es narrado: “Carta a una señorita en París”. El personaje se muda al departamento de una amiga que está viviendo en París, pero tiene un inconveniente: empieza a vomitar “conejitos” que terminan por destruir la casa.
Una sensación similar me acogió cuando emprendí la lectura de Es preciso votar (Perros editores, 2011), el nuevo libro de cuentos de Ricardo Longonetto. Debo admitir que su novela Ataque sin prisa (Perros editores, 2007) no me resultó muy atractiva, es más, me pareció un cliché: muy a grandes rasgos trata de un personaje que no tiene dinero para pagar la operación de su hija y debe salir a robar un banco. Sin embargo, los cuentos que comprenden Es preciso votar no tienen desperdicio. El cuento que le da el nombre al libro es, tal vez, el más convencional, el menos desquiciado (pero no por esto el menos valioso): una sociedad secreta que planea un ataque a un objetivo que, por razones de seguridad nunca se revela durante el relato, se queda repentinamente sin jefe cuando éste muere en un misterioso accidente en su propia casa. El cuento narra todas las peripecias de los integrantes, quienes, mientras se acerca el momento de dar el gran golpe, deben decidir quién será el nuevo jefe. Entre sospechas de motines, de delación o de desertación, transcurre este intrigante cuento. Otros cuentos como “La gárgara” o “El relato inestable” son menos complejos en cuanto a la trama, pero son todavía más originales. Se ve en cuentos como estos que el autor encontró su estilo, con una redacción sin ningún tipo de error, con ideas muy valiosas que sabe aprovechar hasta las últimas consecuencias. “El relato inestable” comienza con un misterioso movimiento de la tierra en Buenos Aires. Se cree que puede ser un terremoto, pero todos saben que no es zona de movimiento de placas. Este movimiento empieza a marcar la inestabilidad del relato, como su nombre lo indica. El personaje, que busca la causa de este fenómeno inexplicable encuentra como por casualidad a la única persona que no sintió el sismo: al autor del relato. “La gárgara” también trata de un personaje particular: una mujer que, a sus sesenta años, durante una visita a su dentista, se entera que no sabe cómo hacer gárgaras. El cuento, narrado en primera persona, nos hace sentir incluso lástima de esta pobre mujer que carece del conocimiento para hacer algo tan poco imprescindible como son las gárgaras. Los otros cuentos que componen este libro tienen el mismo aire de simpleza en las narraciones, pero de dislocación en las tramas que hacen que resulte imposible dejar el libro antes de haber llegado al punto final del último de los cuentos.

Mario Urizábal o los estadíos del amor.

Por Roberto Schmit; Periodista y Crítico literario.

Para qué vamos a negarlo: el amor al principio nos pone poéticos, después nos pone caprichosos, y después nos pone melancólicos. Y después el desamor, que es casi lo mismo: al principio nos pone poéticos, después caprichosos y después, como es de esperarse, melancólicos. Y si uno lo piensa bien, no son cosas que pasen todos los días, si se tiene una vida larga y activa es probable que pasemos por esos estadíos cinco veces, con suerte. Así es que la vida de la gente transcurre entre poesía, caprichos, melancolía, poesía, caprichos, melancolía, poesía… en intervalos más o menos largos, más o menos veces. Pero todas igualmente divertidas e interesantes.
Esto puede verse observando sin mucha atención la obra del gran poeta Mario Urizábal: los títulos de sus libros, por ejemplo: Entre milagros y lunas (Alfaguara; 1985), El intervalo constante (Alfaguara; 1987), Lo que nunca será (Alfaguara; 1988). Claramente se pude ver que por estas épocas el gran Poeta había conocido a Luna Varse, su primer amor. Más adelante, unos años después publicó en España su obra cumbre: Poemas para Raquel (Anagrama, Madrid, 1992), un inmenso libro de poesías de más de 800 páginas y de un incalculable valor estético. La misma Raquel que en 1993 se convertiría en su mujer y a la que le dedicó su transgresor Libro sin lengua (Anagrama, Madrid): un intenso ensayo en poesía sobre los vericuetos del idioma y sobre la incomunicación. En 1995 publicó Pequeño anecdotario (Sudamericana), su primer libro de cuentos, de apariencia surrealista y con una ideología anarquista bastante bien definida. Pero en 1998, antes de su dolorosa separación ya se podía ver la melancolía en libros como Desayuno entre incógnitas (Alfaguara), dedicado implícitamente a Jaques Prevert o Cómo será lo que ha sido, un libro que llego a ser récord de ventas en Italia y Francia, pero que no tuvo buena aceptación entre el público de su propio país. Después pasó alrededor de cinco años sin publicar nada, pero durante los cuales fue fraguando El inaprehensible (Sudamericana, 2002). En 2004, escribió una ecléctica Autobiografía en Verso (Sudamericana, 2006), donde repasaba en lunáticas poesías cada instante de su vida. Esta obra permaneció sin publicar hasta diciembre de 2006 cuando encontraron los manuscritos bajo llave en un ropero de la misma habitación donde, meses antes, Mario Urizábal había decidido quitarse la vida sin dejar ninguna nota, ni explicación, en un gesto que me parece, tenía más de caprichoso que de melancólico.
A cinco años de la muerte de este gran poeta, gran parte de su obra permanece aún sin ser compredida. No se sabe si quiso dar un mensaje a la sociedad o simplemente dejarle al mundo una obra tan original como hermosa. A pesar de las intenciones del autor, tenemos una deuda pendiente con su memoria si no sabemos apreciar cada libro suyo como una verdadera obra de arte literaria.

jueves, 10 de febrero de 2011

El pesimismo o La filosofía o La paradoja o La insensatez

Cuando me harté de andar escondiéndome y de andar posando siempre en este mundo hipócrita, me encerré en mi casa. Habré estado dos o tres semanas; compré provisiones: comida, bebida, pero sobre todo yerba y cigarrillos. Por las mañanas no abría las persianas y toda la luz solar que recibía era cuando, algunas tardes, cansado del aire viciado y del olor que ya desprendía mi cuerpo que pedía a gritos un baño, me tiraba en el piso del patio a seguir fumando y pensando. No llegué, como lo suponía, a ninguna conclusión; no fue un encierro constructivo, ni siquiera una purificación, pero pude estar sólo, ser yo por un rato y aburrirme lo suficiente, o más. Y de todo lo que pensé nada es digno de mención, porque fueron cosas que cualquier suicida mediocre podría haber escrito en su testamento. Y sí: ¿Para qué tanta metáfora? ¿Para qué tantos rodeos si la luna no es espejo de nada, ni la muerte es ningún sueño eterno? La muerte es muerte y nada más, y la luna: no hay nada más inútil, tonto que la luna. Pero el hombre precisa adornarse la vida para soportarla; precisa complejizarla para vivirla. Precisa entretenerse, porque si hablamos en serio, la vida no es ningún paseo; no es ninguna boludez: dura mucho, demasiado para pasársela sin hacer nada. Por eso hubo que inventar el lenguaje, el arte, el amor, el trabajo. Pero creo que nos pasamos de la raya y ahora, poco inteligente el animal más racional de todos, pensamos que la vida es arte, amor, trabajo: palabras. No, che. La vida es enfermedad y muerte. Y ni hay que darle tanta importancia a la primera ni a la última. “¿Qué hay que hacer?” me pregunté en mi tercer semana de encierro, y no supe qué responder. Obviamente no suicidarse, ni tampoco aburrirse. ¿Trabajar, amar, gozar, hablar? Me di cuenta que no había respuesta para eso, porque lenguaje, arte, amor y trabajo son palabras y porque las palabras también son lenguaje, también son arte, también son amor y también son trabajo y, de la misma manera las preguntas y respuestas y esto que digo es todo eso. Cualquier cosa que pueda llegar a pensar es todo eso.


Entonces me bañé, me vestí y fui al kiosco, porque se me habían acabado los cigarrillos.