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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



martes, 26 de octubre de 2010

Una escapada

Tal vez una mujer perdida, u olvidada. Tal vez un amigo encontrado después de un tiempo. Tal vez un auto nuevo, o uno viejo pero que rueda todavía. Tal vez solamente un fin de semana sin estudio ni trabajo. Cualquier cosa motiva, y por qué no, si San Vicente no está tan lejos y en tres cuartos de hora llegás, o un poco más, depende del tráfico.


La ida no estuvo mal. Además eran dos y tenían todo el baúl y los asientos traseros para sus cañas de pescar, su disco de arado, su equipo de música y sus libros. La carpa la armaron en diez minutos. El camping estaba vacío todavía y la laguna quedaba a dos cuadras. Parecía que también la laguna estaba vacía. No se lamentaron, estuvieron dos horas leyendo, tirando la caña de vez en cuando con éxitos tan insignificantes que no valía la pena llevarlos, y los volvían a meter al agua. Por atrás de Cortázar, Manuel escuchaba a Atahualpa Yupanqui. Esteban, tirado en el pasto tarareaba la chacarera de las piedras y veía, alejándose, la boya de su caña flotando en el espejo intacto de la laguna.

−Creo que agarraste algo. Fijate que se está moviendo mucho, si es grande nos ahorramos la plata del almuerzo.
Entonces yo estaba parado junto al río, mirando las aguas. Después de todo mi vuelo y mi caminar estaba ahora inmóvil como esperando algo. Y el silencio seguía y no se escuchaba el chapoteo; no, no se lo escuchaba.
Esteban se apropió de la caña de Manuel y empezó a tirar delicadamente. Esteban sabía manejar la caña. El viento hacía sonar las hojas de los sauces y Atahualpa parecía cantarle más a los árboles que a los pescadores.

−Es una tarucha, Manu. Es bastante grande, mirá. Con otra de estas nos alcanza para el almuerzo, eh. Dale, tirá el libro al agua, mirá el pescado.
Manuel levantó la vista y se río: Tirá ese libro por la ventana… No, por la ventana no; caería al río. Nada debe caer al río, ahora, y menos un libro.
Pero en esta agua no había nada malvado. Solamente dos o tres peces, y un pescado que ya estaba en el balde. Era cierto. Era bastante grande. Si compraban unas papas iba a alcanzar bien para los dos.



Al final almorzaron en un restaurant y a la tarde tomaron unos mates y una siesta. Dejaron al pescado en el balde y cuando ya empezaba a oscurecer fueron a ver si podían pescar algo más. La luna los recibió desdoblada, en el cielo y en el agua.
Yo no le canto a la luna porque alumbra y nada más. Le canto porque ella sabe de mi largo caminar.
La noche de pesca les dejó dos tarariras más. Decidieron prender el fuego ahí, al lado de la laguna. Compraron unas cervezas y carbón. El disco de arado lo tenían en el auto. Por suerte, también tenían camperas y cigarrillos; cosas que no pueden faltar en una noche al aire libre.
Tú sabes que mi sueño era de noche; pero ahí no había luna y sin embargo se destacaba el paisaje con una nitidez petrificada.

El pescado se había pasado; estaba horriblemente seco. Pero las bocas más pedían cerveza y charla y humo que alimento. No habían hablado del por qué todavía, no habían hablado de eso. No habían hablado de nada. Tampoco era que hiciera falta, pero tal vez Manuel… Tal vez Esteban… Mejor prender otro pucho, servir más cerveza.

Soñé que el río me hablaba con voz de nieve cumbreña y dulce me recordaba, las cosas de mi querencia.
Esteban, al tono del viaje, abrió su libro de Güiraldes. Era un libro de cuentos. Manuel perdió las ganas de charlar, pero escuchó a su amigo leer en voz alta. Ya era tarde. Esteban leyó tres cuentos; eran cortitos. Cerró el libro y lo fue a guardar al auto.

−Es tarde y la tararira te salió asquerosa.
−Tú que puedes, vuélvete.−Me dijo el río llorando− Los cerros que tanto quieres –me dijo− allá te están esperando.
−No es tarde. Recién está por amanecer y nos queda poca cerveza. Si querés ir, andá. Yo me quedo un rato más. Se está de lindo acá.
Es cosa triste ser río. Quién pudiera ser laguna. Oír el silbo del junco cuando lo besa la luna.



Al día siguiente volvió a despedirse de la laguna. Se quedó un rato mirándola y, antes de irse, tiró el libro de Güiraldes lo más lejos de la orilla que pudo. A la vuelta, el auto parecía más liviano. Cualquier cosa motiva, y por qué no, si San Vicente no está tan lejos y en tres cuartos de hora llegás, o un poco más, depende del tráfico.
Qué cosas más parecidas son tu destino y el mío. Vivir cantando y penando por esos largos caminos.

lunes, 18 de octubre de 2010

Soluciones a un problema hídrico

El día que Andrés se mudó llovía torrencialmente. La casa era relativamente vieja; por eso no le sorprendió encontrar una gotera en el living, justo donde podría ir perfectamente el sillón de cuero o la alfombra japonesa que había comprado hacía no mucho. Después de bajar las cajas empapadas del camión de la mudanza puso un tachito bajo la gotera y se fue a estrenar la ducha y probar la eficacia del calefón. El agua salía bien caliente. La toalla estaba húmeda, consecuencia inalienable del hecho de haber sido transportada en una caja de cartón sin mayores reparos; se puso la misma ropa que tenía antes a falta de una muda desempacada (ni hablar de que probablemente toda su ropa estuviera mojada) y bajó a poner un poco de orden y a desembalar algunas cosas. En la sala de estar el tacho estaba por desbordar, y era de esperarse por las respectivas dimensiones del pequeño tacho y de la obstinada gotera. Tiró el agua por la puerta de la cocina, la que da al patio, puso un tacho más grande y subió a su cuarto con dos cajas pesadísimas y húmedas. Cuando bajó a buscar las otras cajas el tacho grande estaba por desbordar. Enojado, Andrés tiró el agua y decidió no poner ningún tacho: cualquier contención tachística sería inútil ante tamaña gotera.


En la cocina el ruido y el olor de la tormenta eran algo de no creer. Por la puerta abierta entraba el olor del pasto mojado y por todos lados entraba el sonido del agua chocando rabiosa contra los vidrios, las chapas de los techos, las paredes y los charcos de agua. Esa violencia hacía a Andrés pensar en el agua bajando, corrompiendo todo, apoderándose de todo lo que podía y arruinando todo lo otro, aprovechándose de desperfectos en el piso para aglutinarse, usurpando botellas, gomas de auto, excediendo su habitual espacio en las zanjas y adentrándose en el terreno impropio de las calles y las veredas, hostil. Mientras tanto, la otra agua, no la que caía desenfrenadamente, sino la que había salido tierna y servicialmente por la canilla ya estaba haciendo ruido en la pava, avisando que era el momento de apagar el fuego. Con el mate preparado, Andrés fue a buscar la caja donde había puesto, estratégicamente, los libros que todavía no había leído. Resolvió que ése no era un día para ordenar. Prefería dejar que las cajas se secaran y ordenar al otro día. Al abrir la puerta, el agua lo empujó hacia atrás: levantó la vista y vio algunas cajas, con ropa evidentemente, que flotaban, mientras otras con papeles, fotos, videos, estaban sumergidas en ese gran lago en el que se había convertido su sala de estar. Lo que más lo entristeció fue ver el sillón de cuero, alejado de la gotera, totalmente empapado y la alfombra, enrollada, flotando entre las cajas deformadas.

En seguida Andrés abrió las puertas y la ventana para que se fuera toda el agua y fue rápido a buscar el secador y un par de trapos de piso. Mirando la odiosa gotera, Andrés entendió que era mejor volver a poner el primer tachito y dejarlo sólo, que se llene gota a gota, antes que no poner nada y dejar que el agua llene sin ninguna consideración o respeto su propia sala de estar.