Arturo Herrera fue mi médico de joven, cuando todavía a mí me interesaba mi salud y a él le interesaba la medicina. Con el tiempo Herrera fue volviéndose más mi amigo que mi médico e iba a sus consultas solamente para charlar y, de pasada, las veces que iba con alguna molestia verdadera, me revisaba. Nuestra amistad se basaba principalmente en discusiones literarias: yo daba clases de literatura argentina y latinoamericana en la universidad y él, por su parte, era muy entendido en el tema: era un ávido lector. Más adelante, ya pasados los cincuenta años los dos, empezó a citarme en su casa antes o después de ir al consultorio. Ya en su última época había abandonado la medicina y no por problemas de salud, sino por, según él, haber encontrado lo que había estado buscando.
La primera vez que fui a su casa, me había invitado a almorzar. Cuando llegué, él estaba sentado en un sillón en el jardín tomando un trago. Era entrada la primavera y comimos afuera, debajo de la glorieta. El jazmín del país todavía estaba repleto de flores y el olor dulce se mezclaba con el del vino y el de la salsa de los ravioles. Esa vez fue cuando me comentó que estaba desinteresado de la medicina, pero que no podía dejar de ejercerla y no por causas económicas: había ahorrado suficiente para vivir cómodo por lo que le quedara de vida, y a eso se le sumaba una suma cuantiosa proveniente de una herencia de un tío-abuelo español cuyo nombre no recordaba, pero que había sido suya por no tener aquél un familiar más cercano: era viudo y no había tenido hijos. “Esas cosas del azar”, había dicho. Las causas por las que sentía que no podía abandonar la medicina eran, con sus propias palabras, metafísicas. Hacía rato, me comentó, que había empezado a leer por pura curiosidad algunas obras de Platón y Aristóteles. Sentía que un hombre culto como él no podía no conocer esos textos. Al principio no le interesaron mucho, pero mientras iba leyendo notó que ninguno daba una plena caracterización sobre la manera en que se relacionan el alma y el cuerpo, a pesar de que ambos hablaban vastamente de estos dos conceptos. El tema le interesó por demás, me admitió, e intentó reconstruir lo que a ambos autores les faltaba, pero no pudo. Fue en ese momento en que comenzó su desencanto por la medicina: él pensaba que podía entender bien la naturaleza humana si comprendía cómo funcionaban cada uno de los órganos, cómo se relacionaba el hombre con las cosas exteriores a él, como el oxígeno, el alimento e incluso los otros hombres; cómo funcionaban los ojos y cada uno de los sentidos y, sobre todo, cómo funcionaba el cerebro: qué pasaba dentro de uno cuando charlaba con otro, cuando soñaba o pensaba para sus adentros, pero la medicina no le daba respuesta a ninguna de esas preguntas. Así fue que continuó con la lectura de otros filósofos y descubrió que la problemática del alma había sido ampliamente tratada por los filósofos medievales. Leyó atentamente a San Agustín, a Nemesio de Émesa, a Avicena y a Santo Tomás, pero no encontró en esos autores ninguna respuesta que satisfaga su curiosidad. Así empezó a darse cuenta que la filosofía tal vez no era encontrar respuestas, sino sólo buscarlas y empezó a reflexionar, según me comentó, si lo que él hacía desde la más remota ignorancia del tema no era al menos en parte, filosofía. Cuando, un poco desilusionado de encontrar respuestas, empezó a leer a Descartes, le volvió el alma al cuerpo (esas fueron sus palabras). Entre los autores que había leído ninguno daba una respuesta tan exacta (exacta no significaba verdadera, me aclaró en seguida: él estaba totalmente convencido de que Descartes estaba en un error) sobre la ubicación del alma: para el filósofo moderno el alma estaba ubicada dentro del cuerpo como el vino está dentro de la copa, o la silla adentro de la casa. El alma estaba en una glándula ubicada en el centro del cerebro; es la que nosotros hoy llamamos glándula pineal o epífisis, me explicó. Esto lo alentó un poco no sólo en su búsqueda filosófica, sino también en su profesión médica; estaba dispuesto a encontrar, si es que existía, aquel lugar del cuerpo donde reside el alma. Esa búsqueda era la que no le permitía abandonar definitivamente la medicina. Fue durante ese primer encuentro cuando me confesó que buscaba algo que no sabía cómo buscar ni cómo reconocer, en el caso de encontrarlo. Me propuse y le prometí que lo iba a ayudar en todo lo que pudiera.