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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



sábado, 28 de agosto de 2010

Pasajero

Carlos vivía en un pueblito. No es necesario aclarar cuál; sólo decir para aquel que no lo sepa –aquel que pueda jactarse de conocedor de la vida de Carlos, o de la vida en los pueblitos en general puede tranquilamente saltear el siguiente par de renglones (moderadamente, hay que cuidarse del corazón, la tensión...) – que, como mucha gente que vive en pueblitos (entiéndase por pueblitos no sólo pequeños pueblos con pocos habitantes, sino también pobres y desconocidos, aunque todo esto sea provisorio), no tenía automóvil y sólo se desplazaba a pie.
Su trabajo –eje importante de este cuento por el simple hecho de que pronto dejará de existir (no quiero adelantar mucho, pero aquel que quisiera, podría establecer una analogía entre éste y el personaje y sería libre de hacerlo; ¡No se preocupe, Lector! ¡No es mi intención asustarlo! Carlos no se va a morir en el curso de esta historia a menos que, habiendo leído a Macedonio Fernández, quisiéramos establecer la rebuscada verdad de que los seres escritos mueren al final de la lectura)– como la mayoría para aquellos que no son dueños de nada, ni siquiera de su propio trabajo, o nombre (sabrán ustedes que fui yo quien se lo dio, y no sus padres, como se pretende), no le permitía tomarse ninguna libertad más que la de comer lo que estuviese más barato según el momento del año o los avatares de la política que, más que en su pragmatismo incomprensible, no le interesaba para nada a nuestro hombre del que hasta ahora sólo conocemos el nombre y, muy difusamente, el lugar donde digo yo que estuvo por mucho tiempo (se desprende esto de mi utilización del pasado imperfecto; esto y que no está ahí en este momento); recuerden que aún no dije de qué se trataba su trabajo y aún no decidí si lo diré en algún momento del relato, imaginen ustedes las razones de esta decisión aún no tomada.
Dispénseme, acaso desilusionado Lector, si la lectura de esa especie de prólogo le resultó molesta, sólo quería que nada se escapase a la “perfección” que se requiere para que un relato de esta índole (no la conozco yo, pero es posible que alguien ya lo haya clasificado) resulte, al menos, comprensible.

martes, 24 de agosto de 2010

El lugar del alma

Arturo Herrera fue mi médico de joven, cuando todavía a mí me interesaba mi salud y a él le interesaba la medicina. Con el tiempo Herrera fue volviéndose más mi amigo que mi médico e iba a sus consultas solamente para charlar y, de pasada, las veces que iba con alguna molestia verdadera, me revisaba. Nuestra amistad se basaba principalmente en discusiones literarias: yo daba clases de literatura argentina y latinoamericana en la universidad y él, por su parte, era muy entendido en el tema: era un ávido lector. Más adelante, ya pasados los cincuenta años los dos, empezó a citarme en su casa antes o después de ir al consultorio. Ya en su última época había abandonado la medicina y no por problemas de salud, sino por, según él, haber encontrado lo que había estado buscando.


La primera vez que fui a su casa, me había invitado a almorzar. Cuando llegué, él estaba sentado en un sillón en el jardín tomando un trago. Era entrada la primavera y comimos afuera, debajo de la glorieta. El jazmín del país todavía estaba repleto de flores y el olor dulce se mezclaba con el del vino y el de la salsa de los ravioles. Esa vez fue cuando me comentó que estaba desinteresado de la medicina, pero que no podía dejar de ejercerla y no por causas económicas: había ahorrado suficiente para vivir cómodo por lo que le quedara de vida, y a eso se le sumaba una suma cuantiosa proveniente de una herencia de un tío-abuelo español cuyo nombre no recordaba, pero que había sido suya por no tener aquél un familiar más cercano: era viudo y no había tenido hijos. “Esas cosas del azar”, había dicho. Las causas por las que sentía que no podía abandonar la medicina eran, con sus propias palabras, metafísicas. Hacía rato, me comentó, que había empezado a leer por pura curiosidad algunas obras de Platón y Aristóteles. Sentía que un hombre culto como él no podía no conocer esos textos. Al principio no le interesaron mucho, pero mientras iba leyendo notó que ninguno daba una plena caracterización sobre la manera en que se relacionan el alma y el cuerpo, a pesar de que ambos hablaban vastamente de estos dos conceptos. El tema le interesó por demás, me admitió, e intentó reconstruir lo que a ambos autores les faltaba, pero no pudo. Fue en ese momento en que comenzó su desencanto por la medicina: él pensaba que podía entender bien la naturaleza humana si comprendía cómo funcionaban cada uno de los órganos, cómo se relacionaba el hombre con las cosas exteriores a él, como el oxígeno, el alimento e incluso los otros hombres; cómo funcionaban los ojos y cada uno de los sentidos y, sobre todo, cómo funcionaba el cerebro: qué pasaba dentro de uno cuando charlaba con otro, cuando soñaba o pensaba para sus adentros, pero la medicina no le daba respuesta a ninguna de esas preguntas. Así fue que continuó con la lectura de otros filósofos y descubrió que la problemática del alma había sido ampliamente tratada por los filósofos medievales. Leyó atentamente a San Agustín, a Nemesio de Émesa, a Avicena y a Santo Tomás, pero no encontró en esos autores ninguna respuesta que satisfaga su curiosidad. Así empezó a darse cuenta que la filosofía tal vez no era encontrar respuestas, sino sólo buscarlas y empezó a reflexionar, según me comentó, si lo que él hacía desde la más remota ignorancia del tema no era al menos en parte, filosofía. Cuando, un poco desilusionado de encontrar respuestas, empezó a leer a Descartes, le volvió el alma al cuerpo (esas fueron sus palabras). Entre los autores que había leído ninguno daba una respuesta tan exacta (exacta no significaba verdadera, me aclaró en seguida: él estaba totalmente convencido de que Descartes estaba en un error) sobre la ubicación del alma: para el filósofo moderno el alma estaba ubicada dentro del cuerpo como el vino está dentro de la copa, o la silla adentro de la casa. El alma estaba en una glándula ubicada en el centro del cerebro; es la que nosotros hoy llamamos glándula pineal o epífisis, me explicó. Esto lo alentó un poco no sólo en su búsqueda filosófica, sino también en su profesión médica; estaba dispuesto a encontrar, si es que existía, aquel lugar del cuerpo donde reside el alma. Esa búsqueda era la que no le permitía abandonar definitivamente la medicina. Fue durante ese primer encuentro cuando me confesó que buscaba algo que no sabía cómo buscar ni cómo reconocer, en el caso de encontrarlo. Me propuse y le prometí que lo iba a ayudar en todo lo que pudiera.