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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



viernes, 30 de octubre de 2009

Por la calle

Cuando Claudio se levantó, ya cansado, abrió la puerta e intentó salir corriendo. Salió caminando pese a sus intentos y bajó por las escaleras a la calle. En el camino se cruzó al alumno que andaba con ganas de charlar.


−¿Cómo es que aquello que es indefinible ontológica y gnoseológicamente…?

−Comprame un café. Callate.

Con un café en la mano izquierda y un té en la derecha, regresó el alumno al costado de Claudio; el chaleco marrón parecía anacrónico en su moderno look: el alumno no entendía de moda. Las ganas de charlar se le habían ido. La admiración por Claudio ya no era tan grande. Sacó un libro del portafolios. Claudio lo miró y se imaginó qué pasaría si le pegaba una buena trompada al alumno, justo en la nariz. En su cabeza, vaya uno a saber cómo, estaban las siguientes palabras:

Una mano, mecida con inefable voluntad,

levantada por sobre los hombros;

quintu-dédica, anti-abstráctica, hiperempiria,

participa incuestionablemente

de poemas ya escritos sobre manos.

Baja intrépidaescurridizaviolenta.

Una mano, mecida con inefable voluntad,

una vez material,

ahora

Φάρμακο.

Después, el alumno tirado en el suelo, goteando café, té y sangre. El alumno se toca su nariz sangrante, su pecho quemado por las infuciones. Mira a Claudio. Mira a su alrededor. Al levantarse, vuelve a clavar los ojos en su agresor. Claudio clava los ojos en él. Siguen mirándose, como si nada hubiera pasado. Se los ve alejarse, uno junto al otro, uno ofendido, otro ofensor. El rojo de la cara de uno se repite en los nudillos del otro. A lo lejos, de espaldas, se nota que los dos tienen la misma altura y el cabello del mismo largo. Siguen intercambiando miradas. Llegando a Rivadavia, se separan. No se saludan. Uno enfila a la derecha, el otro a la izquierda. No se distingue cuál es cuál. Aunque tampoco importa tanto.

viernes, 16 de octubre de 2009

Niebla

A esta edad ya me falla la memoria. Yo siempre dije que uno es las cosas que hizo. Ya no recuerdo lo que hice. Uno ya no es el mismo. A veces sueño. Eso sí. Y ahí es cuando me acuerdo de lo que me había olvidado. Pero cuando me levanto no queda más que una sensación, a veces ni me acuerdo de lo que soñé, vaya a saber por qué. Una sensación. Pero uno se va acostumbrando. Cuando se llega a esta edad, la niñez es tan lejana que ya no importa lo que pasó. Claro que si me pongo a pensar, y si la memoria no me traiciona, no hay momento más feliz que el de recordar mi niñez. Pero a esta edad ya qué importa la niñez. Uno se levanta temprano, cada vez más temprano, como si tuviera mil cosas que hacer. Se levanta a las seis, a las cinco, a las cuatro y media. Y se prepara un mate. A veces se puede mirar la tele, pero ¿para qué? El noticiero te amarga el día, y qué importa lo que pasa afuera si ya no salís de casa. Para colmo últimamente, también las telenovelas me deprimen. Me deprimen porque eran el entretenimiento de Rosa, y no quiero pensar en ella. No quiero pensar en ella, porque pensar en ella, es pensar en lo que me va a pasar a mí. Además, últimamente ya ni me acuerdo cómo era Rosa. Sólo me acuerdo de lo que me hacía sentir, y con esos recuerdos soy feliz, no digo que no. Pero me acuerdo que se murió (¿hace cuánto ya?), y entonces me deprimo. Me deprimo porque su pasado me hace pensar en mi futuro. Cercano. Uno ya no tiene planes a esta edad. Se levanta todos los días, cada vez más temprano, y, mientras hace lo que hace, en el fondo está esperando. Me pasa a veces (ya me falla la memoria) que no me acuerdo si siempre me gustaron tanto las verduras, si siempre tomé el mate amargo, si siempre tuve que sacarme los dientes para lavármelos. A veces también me pasa, y le pasa a cualquiera a esta edad, que me confundo las palabras. Muchas veces le dije perro al gato de mi vecina. También me confundo la hora, y, al ver que ya es el mediodía exclamo: “¿¡Las ocho, ya!?”, sabiendo y queriendo decir doce, y no ocho. Me molesta nada más porque me recuerda que estoy más cerca del arpa que de la guitarra (como decía mi viejo).


A esta edad ya me falla la memoria. Sé que no siempre viví en Lanús y tengo muchas imágenes de mi infancia, y de mi juventud, pero sueltas, borrosas. Si alguien me preguntara dónde viví mis primeros veintidós años, no me quedaría otra que inventar un nombre. Puerto Rivadavia. O algo así. A veces viene a verme mi bisnieto. De su nombre sí me acuerdo: Rodrigo. Tiene seis años. Cuando viene, viene con toda la familia. Ellos no me quieren, sé que soy una molestia para ellos. Por eso digo que viene a verme mi bisnieto. Mi hijo murió hace rato; mi nieto está siempre ocupado. Rodrigo es el único que sonríe al verme. A esta edad ya me falla la memoria. Puede ser que se esté atrofiando, por no usarla. Rodrigo a veces me pregunta. Yo le tengo que inventar. Aunque no es invento: tengo que unir con mentiras las desordenadas imágenes de mi pasado. No me pone triste mentir. Me pone feliz recordar, y la mentira es parte del recuerdo, es lo que lo hace uno, mío.

Recuerdo que nací en Santa Cruz, en una casa muy grande, cerca del mar. En la ciudad de Comodoro… De Puerto… A veces tengo que pararme, ir al cajón donde guardo el mapa y buscar: “Acá. Puerto Deseado. Sí, ahí… nací ahí, en una casa muy grande, cerca del mar… Vivía cerca de una fábrica de… creo que de broches de plástico, que era de un amigo de mi papá. Nosotros teníamos ovejas, y vendíamos la lana, cabras, vacas. Mi mamá hacía manteca con la leche. Creo que jugábamos con mis amigos en el fondo de la fábrica. Teníamos una casa grande. Hacía frío. Juntábamos leña. Yo andaba en bicicleta. A esta edad ya me falla la memoria. Me cuesta unir las imágenes. De más grande tuve una novia. Vecina mía. Era rubia, flaca, petisa. Me acuerdo del casamiento. Pero el casamiento que recuerdo es el de mi hijo, y mi novia, su novia. Sé que yo tuve una novia allá, en Santa Cruz, se llamaba Rosa. Nos vinimos a vivir a Buenos Aires. Su papá nos pagó una casa. Era chiquita pero vivíamos bien. Era esta misma casa, pero esta casa es grande. Es muy grande para una sola persona. Es muy grande, y a esta edad ya me falla la memoria, y no sé desde cuándo que vivo acá. Recuerdo a Rosa; veo esta casa; no recuerdo si Rosa alguna vez vivió en esta casa. Nos mudamos a Buenos Aires, a la ciudad y yo empecé a trabajar. En una fábrica. De… creo que de broches. Después del trabajo, con mis amigos jugábamos en el fondo de la fábrica. Hacía mucho frío allá. En la ciudad de… Puerto… Buen… ¿Puerto del buen aire? ¿Puerto de nuestra señora Santa María del buen aire? Bueno, fue hace mucho. Después tuvimos a Rubén. No me acuerdo bien en qué año. Y después… A esta edad ya se me mezclan los tiempos, las imágenes. No están ordenadas cronológicamente, y me vienen a la cabeza como quieren. Me acuerdo que nació… en una clínica moderna. Rodrigo nació. En Lanús. Yo me vine a vivir a Lanús, o a la Ciudad de Buenos Aires. Rodrigo tendría cuatro, cinco años cuando se mudaron. ¿Rodrigo? A Rodrigo Rosa lo tuvo acá, en esta misma cama, que antes estaba en otro lado. En otra casa, que era más chica. Más chica porque éramos dos, y porque estaba en otro lado. Me acuerdo que hacía frío, y que yo trabajaba. Repartía diarios. Y jugaba con mis amigos. Yo tendría seis años, como Rodrigo. Y a esta edad, tantos años ya pasaron, a uno le falla la memoria. No puede estar seguro ni de lo que le pasó ayer, hace un mes, un año, una década. Yo sé que después de vivir en esa casa chiquita, nos mudamos a Lanús. A una casa muy grande, cerca del mar. Hacía frío. Me gustaba más la capital; cuando uno está viejo prefiere calentarse a gas, en una casa chiquita, con su mujer, que sólo, en esta casa tan grande; cuando hay que ir a buscar leña para prender el hogar… Hace mucho frío acá. A veces nevaba. Hace mucho ya que no nieva. Me acuerdo que mi vecino, el padre de una chica que me gustaba, que se llamaba Rosa, tocaba el bandoneón. O el acordeón. A esta edad a uno se le mezclan los nombres. Siempre, a la tarde, se lo escuchaba tocando en el patio. Cuando llovía se ponía abajo del árbol, un manzano, creo y tocaba igual. A nosotros nos gustaba escucharlo tocar, y cuando nos vinimos a la capital, plantamos un manzano en el patio, como el del papá de Rosa. Lo cuidábamos muchísimo, pero después nos mudamos, cuando nació Rubén. Después la casa del manzano se la quedó él y nosotros nos quedamos acá, en Puerto… bueh, en el sur. Hace poco vi la casa donde yo vivía, ahí a la vuelta de la fábrica, que ahora es un galpón inmenso. No sé cuándo, porque yo hace años que no salgo de casa. Seguro en un sueño, pero estaba tal cual: inmensa, cerca del mar. Se escuchaban las olas. Las olas y el bandoneón, y el manzano. Lo que sí molestaba era el frío; no podría vivir ahora allá por eso. Ya estoy viejo. A veces me agarran ganas de ir a jugar con los chicos. Con los chicos y con Rosa. Atrás de la fábrica. Ahora que pienso, no sé si no era una imprenta de diarios. Pero no creo. Creo que era de broches, por el petróleo y eso, de plástico. A uno le falla la memoria, ya. Y ya no quiere vivir para adelante. Quiere vivir para atrás, y no puede. Pero siempre en los sueños alguien te ayuda. Cuando a la tarde me voy a dormir la siesta, la siento a Rosa, a Rosita, diciéndome que preste atención, que escuche bien cómo por la ventana, confundido con el acordeón de su papá y el frío, entra el sonido de las olas del mar.