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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



domingo, 29 de noviembre de 2009


El sol se estaba poniendo y ya empezaba a ser de noche. Ella vivía sola. No siempre había sido así, pero ya se había acostumbrado. Vivía de la jubilación y la pensión de su marido. La casa se oscurecía y era ya la hora en que ella se solía ir a dormir. Miró una última vez por la ventana que daba al patiecito, lo vio volverse minuto a minuto más indescifrable hasta que la ausencia total de luz le provocó ganas de cerrar los ojos. Daba lo mismo. Se sentía ciega y no le molestaba. A veces, como esta, jugaba a cerrar los ojos en la absoluta oscuridad y los abría de repente. Era una sensación que le encantaba. Uno está acostumbrado a que, después de tener los ojos cerrados, cuando se los abre, se vuelve a ver. Pero en la absoluta oscuridad no. Uno tiene los ojos cerrados porque sí, porque da lo mismo, y si da lo mismo por qué no, y cuando los abre, en el momento en que debería volver a percibir la luz, volver a ver, no. Era lo mismo. Eso era para ella el juego. Jugaba a creerse que estaba ciega. Que había enceguecido de golpe.
De noche no encendía la luz. Se había acostumbrado desde la muerte de su marido a irse a dormir temprano. Muchas cosas habían cambiado desde la muerte de su marido, y esa era una. La otra era este juego novedoso de la ceguera. Otra, por ejemplo, es que ya no se sentía obligada a nada, o a muy pocas cosas. Hacía lo que quería y así se sentía joven. Para las cosas que no quería, tenía a su hijo, que las hacía por ella. Así se sentía poderosa. El hijo, por ejemplo, iba todos los meses a cobrar su jubilación y se la llevaba a su casa en un sobre en el que ponía, siempre, un poco más de plata. Él pensaba que ella no sabía. A ella le venía bien, así que no se lo hacía notar. Con eso, él sentía que redimía su culpa por no tener tiempo para dedicarle a su madre. Ella también lo sentía así, y además no le importaba, así que los dos seguían como siempre, callados. No eran tristes ni rencorosos. Admitían que cada uno tenía su vida, se comprendían sin pedirse demasiado. Ella sabía que, si llegaba viva a un estado en que no pudiera arreglárselas sola, le pediría a su hijo que la internara en un geriátrico y él, aliviado, accedería. En todo era así. Y así era que se querían. Eran felices con sus vidas, agradecidos por lo que tuvieron, nunca les faltó nada y nunca se quejaron por lo que no tuvieron.
Ella vivía en una casa que no estaba mal y que, además, tenía un patiecito con un banco de madera. La única manera de salir era por una puerta de chapa desde la cocina; sobre la misma pared de la puerta, a unos metros de distancia estaba la ventana que comunicaba al patio con la habitación y, de día, la iluminaba. Esa era la ventana por la que miraba todas las tardes hasta que ya no quedaba más para ver. Cuidaba muy bien la casa, porque no tenía otra cosa que hacer y porque era lo que más le gustaba. A veces leía los libros de su marido, pero muy poquito. No miraba la tele, pero la tenía por si venía su hijo un domingo y quería ver algo. Eso no pasaba, pero a ella no le molestaba. Se la quedaba porque sí, porque da lo mismo, y si da lo mismo por qué no. Lo que sí hacía era escuchar la radio. Mientras barría, mientras cocinaba, mientras tomaba mate, siempre. Escuchaba la radio hasta que ya no tenía nada que hacer, hasta que salía al patio, e igual entonces escuchaba desde lejos, hasta que volvía a entrar y miraba por la ventana de su habitación el patiecito, las plantas, el banco, cómo todas esas cosas se iban volviendo cada vez más confusas hasta que, por la falta de luz se fundían totalmente en la ceguera. Había tardes en que no sabía si estaba jugando a cerrar los ojos, y no los tenía que cerrar para dormirse, o si los tenía abiertos, si no había jugado esa vez y todavía estaba mirando por la ventana. Igual no le importaba. Siempre, recostada en su cama, los ojos se cerraban o se quedaban cerrados por su cuenta.

viernes, 30 de octubre de 2009

Por la calle

Cuando Claudio se levantó, ya cansado, abrió la puerta e intentó salir corriendo. Salió caminando pese a sus intentos y bajó por las escaleras a la calle. En el camino se cruzó al alumno que andaba con ganas de charlar.


−¿Cómo es que aquello que es indefinible ontológica y gnoseológicamente…?

−Comprame un café. Callate.

Con un café en la mano izquierda y un té en la derecha, regresó el alumno al costado de Claudio; el chaleco marrón parecía anacrónico en su moderno look: el alumno no entendía de moda. Las ganas de charlar se le habían ido. La admiración por Claudio ya no era tan grande. Sacó un libro del portafolios. Claudio lo miró y se imaginó qué pasaría si le pegaba una buena trompada al alumno, justo en la nariz. En su cabeza, vaya uno a saber cómo, estaban las siguientes palabras:

Una mano, mecida con inefable voluntad,

levantada por sobre los hombros;

quintu-dédica, anti-abstráctica, hiperempiria,

participa incuestionablemente

de poemas ya escritos sobre manos.

Baja intrépidaescurridizaviolenta.

Una mano, mecida con inefable voluntad,

una vez material,

ahora

Φάρμακο.

Después, el alumno tirado en el suelo, goteando café, té y sangre. El alumno se toca su nariz sangrante, su pecho quemado por las infuciones. Mira a Claudio. Mira a su alrededor. Al levantarse, vuelve a clavar los ojos en su agresor. Claudio clava los ojos en él. Siguen mirándose, como si nada hubiera pasado. Se los ve alejarse, uno junto al otro, uno ofendido, otro ofensor. El rojo de la cara de uno se repite en los nudillos del otro. A lo lejos, de espaldas, se nota que los dos tienen la misma altura y el cabello del mismo largo. Siguen intercambiando miradas. Llegando a Rivadavia, se separan. No se saludan. Uno enfila a la derecha, el otro a la izquierda. No se distingue cuál es cuál. Aunque tampoco importa tanto.

viernes, 16 de octubre de 2009

Niebla

A esta edad ya me falla la memoria. Yo siempre dije que uno es las cosas que hizo. Ya no recuerdo lo que hice. Uno ya no es el mismo. A veces sueño. Eso sí. Y ahí es cuando me acuerdo de lo que me había olvidado. Pero cuando me levanto no queda más que una sensación, a veces ni me acuerdo de lo que soñé, vaya a saber por qué. Una sensación. Pero uno se va acostumbrando. Cuando se llega a esta edad, la niñez es tan lejana que ya no importa lo que pasó. Claro que si me pongo a pensar, y si la memoria no me traiciona, no hay momento más feliz que el de recordar mi niñez. Pero a esta edad ya qué importa la niñez. Uno se levanta temprano, cada vez más temprano, como si tuviera mil cosas que hacer. Se levanta a las seis, a las cinco, a las cuatro y media. Y se prepara un mate. A veces se puede mirar la tele, pero ¿para qué? El noticiero te amarga el día, y qué importa lo que pasa afuera si ya no salís de casa. Para colmo últimamente, también las telenovelas me deprimen. Me deprimen porque eran el entretenimiento de Rosa, y no quiero pensar en ella. No quiero pensar en ella, porque pensar en ella, es pensar en lo que me va a pasar a mí. Además, últimamente ya ni me acuerdo cómo era Rosa. Sólo me acuerdo de lo que me hacía sentir, y con esos recuerdos soy feliz, no digo que no. Pero me acuerdo que se murió (¿hace cuánto ya?), y entonces me deprimo. Me deprimo porque su pasado me hace pensar en mi futuro. Cercano. Uno ya no tiene planes a esta edad. Se levanta todos los días, cada vez más temprano, y, mientras hace lo que hace, en el fondo está esperando. Me pasa a veces (ya me falla la memoria) que no me acuerdo si siempre me gustaron tanto las verduras, si siempre tomé el mate amargo, si siempre tuve que sacarme los dientes para lavármelos. A veces también me pasa, y le pasa a cualquiera a esta edad, que me confundo las palabras. Muchas veces le dije perro al gato de mi vecina. También me confundo la hora, y, al ver que ya es el mediodía exclamo: “¿¡Las ocho, ya!?”, sabiendo y queriendo decir doce, y no ocho. Me molesta nada más porque me recuerda que estoy más cerca del arpa que de la guitarra (como decía mi viejo).


A esta edad ya me falla la memoria. Sé que no siempre viví en Lanús y tengo muchas imágenes de mi infancia, y de mi juventud, pero sueltas, borrosas. Si alguien me preguntara dónde viví mis primeros veintidós años, no me quedaría otra que inventar un nombre. Puerto Rivadavia. O algo así. A veces viene a verme mi bisnieto. De su nombre sí me acuerdo: Rodrigo. Tiene seis años. Cuando viene, viene con toda la familia. Ellos no me quieren, sé que soy una molestia para ellos. Por eso digo que viene a verme mi bisnieto. Mi hijo murió hace rato; mi nieto está siempre ocupado. Rodrigo es el único que sonríe al verme. A esta edad ya me falla la memoria. Puede ser que se esté atrofiando, por no usarla. Rodrigo a veces me pregunta. Yo le tengo que inventar. Aunque no es invento: tengo que unir con mentiras las desordenadas imágenes de mi pasado. No me pone triste mentir. Me pone feliz recordar, y la mentira es parte del recuerdo, es lo que lo hace uno, mío.

Recuerdo que nací en Santa Cruz, en una casa muy grande, cerca del mar. En la ciudad de Comodoro… De Puerto… A veces tengo que pararme, ir al cajón donde guardo el mapa y buscar: “Acá. Puerto Deseado. Sí, ahí… nací ahí, en una casa muy grande, cerca del mar… Vivía cerca de una fábrica de… creo que de broches de plástico, que era de un amigo de mi papá. Nosotros teníamos ovejas, y vendíamos la lana, cabras, vacas. Mi mamá hacía manteca con la leche. Creo que jugábamos con mis amigos en el fondo de la fábrica. Teníamos una casa grande. Hacía frío. Juntábamos leña. Yo andaba en bicicleta. A esta edad ya me falla la memoria. Me cuesta unir las imágenes. De más grande tuve una novia. Vecina mía. Era rubia, flaca, petisa. Me acuerdo del casamiento. Pero el casamiento que recuerdo es el de mi hijo, y mi novia, su novia. Sé que yo tuve una novia allá, en Santa Cruz, se llamaba Rosa. Nos vinimos a vivir a Buenos Aires. Su papá nos pagó una casa. Era chiquita pero vivíamos bien. Era esta misma casa, pero esta casa es grande. Es muy grande para una sola persona. Es muy grande, y a esta edad ya me falla la memoria, y no sé desde cuándo que vivo acá. Recuerdo a Rosa; veo esta casa; no recuerdo si Rosa alguna vez vivió en esta casa. Nos mudamos a Buenos Aires, a la ciudad y yo empecé a trabajar. En una fábrica. De… creo que de broches. Después del trabajo, con mis amigos jugábamos en el fondo de la fábrica. Hacía mucho frío allá. En la ciudad de… Puerto… Buen… ¿Puerto del buen aire? ¿Puerto de nuestra señora Santa María del buen aire? Bueno, fue hace mucho. Después tuvimos a Rubén. No me acuerdo bien en qué año. Y después… A esta edad ya se me mezclan los tiempos, las imágenes. No están ordenadas cronológicamente, y me vienen a la cabeza como quieren. Me acuerdo que nació… en una clínica moderna. Rodrigo nació. En Lanús. Yo me vine a vivir a Lanús, o a la Ciudad de Buenos Aires. Rodrigo tendría cuatro, cinco años cuando se mudaron. ¿Rodrigo? A Rodrigo Rosa lo tuvo acá, en esta misma cama, que antes estaba en otro lado. En otra casa, que era más chica. Más chica porque éramos dos, y porque estaba en otro lado. Me acuerdo que hacía frío, y que yo trabajaba. Repartía diarios. Y jugaba con mis amigos. Yo tendría seis años, como Rodrigo. Y a esta edad, tantos años ya pasaron, a uno le falla la memoria. No puede estar seguro ni de lo que le pasó ayer, hace un mes, un año, una década. Yo sé que después de vivir en esa casa chiquita, nos mudamos a Lanús. A una casa muy grande, cerca del mar. Hacía frío. Me gustaba más la capital; cuando uno está viejo prefiere calentarse a gas, en una casa chiquita, con su mujer, que sólo, en esta casa tan grande; cuando hay que ir a buscar leña para prender el hogar… Hace mucho frío acá. A veces nevaba. Hace mucho ya que no nieva. Me acuerdo que mi vecino, el padre de una chica que me gustaba, que se llamaba Rosa, tocaba el bandoneón. O el acordeón. A esta edad a uno se le mezclan los nombres. Siempre, a la tarde, se lo escuchaba tocando en el patio. Cuando llovía se ponía abajo del árbol, un manzano, creo y tocaba igual. A nosotros nos gustaba escucharlo tocar, y cuando nos vinimos a la capital, plantamos un manzano en el patio, como el del papá de Rosa. Lo cuidábamos muchísimo, pero después nos mudamos, cuando nació Rubén. Después la casa del manzano se la quedó él y nosotros nos quedamos acá, en Puerto… bueh, en el sur. Hace poco vi la casa donde yo vivía, ahí a la vuelta de la fábrica, que ahora es un galpón inmenso. No sé cuándo, porque yo hace años que no salgo de casa. Seguro en un sueño, pero estaba tal cual: inmensa, cerca del mar. Se escuchaban las olas. Las olas y el bandoneón, y el manzano. Lo que sí molestaba era el frío; no podría vivir ahora allá por eso. Ya estoy viejo. A veces me agarran ganas de ir a jugar con los chicos. Con los chicos y con Rosa. Atrás de la fábrica. Ahora que pienso, no sé si no era una imprenta de diarios. Pero no creo. Creo que era de broches, por el petróleo y eso, de plástico. A uno le falla la memoria, ya. Y ya no quiere vivir para adelante. Quiere vivir para atrás, y no puede. Pero siempre en los sueños alguien te ayuda. Cuando a la tarde me voy a dormir la siesta, la siento a Rosa, a Rosita, diciéndome que preste atención, que escuche bien cómo por la ventana, confundido con el acordeón de su papá y el frío, entra el sonido de las olas del mar.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Rumores II: Monsieur Claudet

Nadie puede escapárseles: todos somos víctimas de ellos en mayor o menor medida y, de la misma forma, todos somos criminales, asesinos de la verdad.
***
Hace menos de seis meses que el señor Claudet se mudó al vecindario, a una magnífica casona que estaba a la venta desde hacía años que, por estar frente a las vías salía más barata de lo que se pensaría pero que, de cualquier forma, salía mucho más de lo que cualquier persona promedio podría pagar. Un día, un lunes, salí a pasear al perro, tomando la calle de las vías, para cambiar el recorrido usual. En el porón de la casona había un inmenso camión de mudanzas. Un señor, indiferente, estaba sentado en un sillón de mimbre del parque delantero (asumo, por el tamaño del terreno, que también tiene un parque trasero):
-Buen día- me dijo a mí, o al perro.
-Buenos días- dije cordial, entrando por el portón para presentarme.- Iván Barbagallo.
-Martín Claudet- Así conocí su nombre. El señor Claudet, con su extraña figura aristocrática, encendió un cigarrillo sin ofrecerme. Miró al perro, lo acarició; pidió permiso y entró a la casa por la antigua puerta de roble. Me quedé varios minutos esperando su regreso, pero cuando vi que no pensaba volver, di media vuelta, saludé a los muchachos que estaban bajando carísimos muebles antiguos y pinturas en curisosos marcos del camión y me volví a casa, un poco decepcionado.
Desde ese día, con la excusa de pasear al perro, caminé diariamente por la calle de las vías. Por las mañanas veía, lejano, en su sillón de mimbre el contorno del señor Claudet, tal vez leyendo, de espaldas a la calle. Por las noches, sólo una luz se veía encendida, pero desde afuera no se podía distinguir nada.
Supe, por la almacenera, que a las cinco de la tarde, diariamente, acudía al almacén un hombre que se llamaba a sí mismo como el Mayor Domo de "Monsieur Claudet", compraba una botella de cerveza, un queso de campo y se retiraba. Sólo una tarde, dijo la señora, el mayordomo había comprado una botella del vino más caro (así había pedido) y una de whisky irlandés. La verdulera admitió haber oído de él, pero nunca lo había visto ni en el local ni en el barrio. El carnicero, Jorge, buen amigo mío, me comentó que una vez por semana, "una joven de agraciada figura, probablemente del personal doméstico de monsieur Claudet", bromeaba Jorge, compraba 2 kgs. de pechito de cerdo, 3 de picada especial, 2 de bola de lomo y 2 ó 3 pollos enteros.
Día tras día, ese personaje huraño pasaba a ser el protagonista de extrañas historias y de todas las conversaciones del barrio. En menos de media hora era, según Hilda, un escritor jubilado, según Jorge, un diplomático francés exiliado, según Ramona, un homosexual sadomasoquista y, según Marta, un bohemio, nieto de algún lugarteniente del siglo diecinueve, heredero de una incalculable fortuna. Un dato real que nos aportó Roque, el policía que patrulla por el barrio, es que la casa está a nombre de un tal José Martínez, y le parecía a él que era muy pobable que Martín Claudet fuera sólo un apodo.
Las múltiples caras que le atribuían aquellos que no lo habían visto nunca, deformaban aquella que sí le había visto yo el día de nuestra poco amena conversación, que parecía más lejano por los rumores de viajes y accidentes, de citas y reuniones satánicas que por el verdadero paso del tiempo.
***
Nos enteramos por medio de su mayordomo que "monsieur Claudet" falleció hace dos días. La casona está vacía de nuevo, pero el chusmerío, lejos de aplacarse, se exacerbó. Para dejar en paz la memoria del misterioso vecino, se me ocurrió una mala idea: consultar el obituario del diario de hace dos días. El diariero, animado, me lo trajo ayer. En "La Nación" del 22/8/09 se lee:
-"El Gobierno Nacional agradece públicamente, en el día de su deceso, la actuación de José Martínez como embajador argentino en Francia y lamenta profundamente la situación que lo obligó a renunciar."
-"Otorgo todo mi amor al recuerdo de José Martínez. Luchamos juntos contra el HIV. Ojalá hallas encontrado el descanso."
-"José Martínez: tu espíritu sigue presente en tus coplas. Te extrañaremos. Tus lectores, compañeros y amigos."
-"A nuestro primo, José Martínez. Que tu paz esté en el cielo. Juan y Cecilia Artigas."

jueves, 10 de septiembre de 2009

Rumores III: El duelo

En el vecindario de vez en cuando se oía hablar de ellos, pero donde, indefectiblemente, noche tras noche se los nombraba, era en el bar. Aldo, el dueño, incluso asegura que una noche, Marcos, que solía frecuentar los bares del norte del pueblo, había entrado por esa puerta de chapa, pedido una grapa y se había sentado a beberla en ese mismo taburete donde ahora está sentado el viejo Flores tomando su tercer cerveza, con un libro abierto sobre la barra. Sin embargo, cuando más se habla de ellos es cuando algún borracho que estuvo presente aquella noche en aquel bar nos pide silencio. A nosotros nos gusta escuchar, a pesar de que las historias no coincidan entre sí: la del viejo Flores, huraño, con su barba blanca y sus lentes más gruesos que el chopp de cerveza, es bastante diferente de la de Héctor, un gordo al que nunca vi de día; incluso las historias que puede llegar a contar Aldo, recopilando los datos de miles de historias similares y distintas sobre aquella noche, varían según el horario, el público y la cantidad de vino que haya tomado.
Muchas cosas se dicen de la noche en que Marcos y el Ruso se encontraron frente a frente, incluso se dice que no estaban frente a frente, sino que el Ruso estaba ligeramente a la izquierda de Marcos. Se dice que hacía calor y que el aire de aquel bar, al otro extremo del pueblo, aquella noche, estaba viciado más por la tensión del encuentro que por la humedad o el humo. Se dice, y en esto todos coinciden, que el negocio en el que estaban metidos no era legal; se dice que todas las noches iban de bar en bar, de cabaret en cabaret ─el viejo Flores diría: de pulpería en pulpería, de quilombo en quilombo, pero pocos reparan en la búsqueda estética del viejo, y saben que es más fácil y más corto decir bar, decir cabaret. Se dice y se sabe que Marcos y el Ruso eran rivales, que los dos hacían su trabajo mejor que nadie. Algunos dicen que al principio trabajaban juntos, otros, que no. La razón por la que el odio entre ellos era tal era, según algunos, una mujer por ambos pretendida; según otros, sólo era por celos: los dos sabían que eran los mejores, y se admiraban mutua y secretamente.
Se dice que aquella noche, en aquel bar, no estaban solos: Marcos estaba acompañado por Denegri; el Ruso, estaba con Juan. Se dice que el Ruso había logrado desatar la ira de Marcos con tan sólo una palabra. Según Héctor ─dice que lo vio, o lo percibió, inconfundiblemente─ Denegri le había hecho saber a Marcos, sin palabras, con un gesto, que si quería pelear con el Ruso, él podía ocuparse de Juan, quien no le sacaba la vista de encima. Se dice que todos en aquel bar estaban pendientes del enfrentamiento, y que todos, sin excepción, querían saber cómo se iba a desencadenar la situación y cómo iba a terminar. Se dice que los ojos del Ruso y de Marcos estaban unidos por un inefable lazo de temeridad (eso lo dice Flores, obviamente). Marcos quería responder, eso era seguro, pero estaba midiendo las chances. Flores siempre cuenta que toda la escena la presenció en cámara lenta y que todo ese intercambio de miradas, de sutiles movimientos entre Marcos y el Ruso, entre Denegri y Juan, entre Juan y el Ruso y entre Marcos y Denegri le parecía una despiadada actuación mímica, una escena de una película muda de los años veinte, un retorcido juego entre putas y aguardientes, entre mafiosos y bandoleros. Dicen algunos que una importantísima cantidad de dinero se estaba disputando en ese duelo que hasta el momento había sido sólo de miradas. Todos coinciden en que más que el dinero, lo que estaba en juego era el honor, y que eso se sentía en el aire, de la misma manera que se escuchaban los gruñidos de dos perros que, al igual que Marcos y el Ruso, se habían enfrentado, en el patio de aquel bar, aquella noche.
Denegri le volvió a hacer entender a Marcos que él podía ocuparse de Juan. Fue entonces que Marcos hizo un gesto con la cabeza, se levantó de su silla sin sacarle de encima los ojos al Ruso y gritó: “Quiero re truco”.
El viejo Flores alza su cabeza del libro, cerrándolo, aún apoyado sobre la barra. En la tapa se lee: “En la zona”. Juan José Saer. Se puede ver la cantidad de cerveza que tomó en su expresión desentendida. Se fricciona los ojos, cansados de la lectura en la luz tenue del bar, se pone de nuevo los anteojos, abre el libro y lee, en voz alta, para todo el bar: –“en cuarenta figuritas estampadas en vivos colores de reverso inmutable, así como en las paredes de la iglesia se representa toda la pasión en unos pocos bajorrelieves inmóviles, se representan las constantes motivaciones del mundo, las cosas por las cuales los hombres pelean y aquellas que les sirven para pelear, detrás de las cuales hay un monograma repetido siempre, invariable, que no significa nada.”

Vieja-voz-de-culo

Estoy volviendo; me llama la encargada del edificio con esa voz de papagayo tan característica de ella -Caaaaarlooos- dice, y su acento de vieja chusma hace resonar las palabras en las gastadas y bajas paredes. Me acerco y le digo
-Buen día Alicia- pensando en los ruidos cefalorraquídeos de su hablar.
-Buen día será para usted-, responde con esa voz de zanahoria que tiene. Espera un poco para después agregar, con un sonido similar al de una bocina de Renault 12 gastada
- No pude descansar en todo el día, y ¿Sabe por qué?
-¿Por qué, doña Alicia? - Digo, pensando en su voz aristotélica.
-Por el consorcio, Carlos - Me intenta explicar, por décima vez en la semana, siempre con la misma voz de altoparlante en sí bemol.
-¿De qué se quejan ahora? - En vez de preocuparse por mis molestias, deberían preocuparse por la voz anti-reduccionista de esta vieja-voz-de-choto.
-No se sienten seguros con un hombre como vos en el edificio. - Su voz se vuelve, con el transcurrir de los segundos, más parecida a un pez espada.
-¿Qué puedo hacer para que se sientan seguros? - Esta vieja-voz-de-calandria no me puede echar. No tengo donde ir.
-No sé, Carlos. - A diferencia de la gente común, sus Os son más agudas que sus As, convirtiendo su hablar en una degradada composición de un maestro osado. -No creo que se contenten con lo poco que vos podés hacer. - Me alejo, asustado de su voz de veneno. Se calla y me mira. “¿En qué pensará? Seguro en su cabeza piensa con la misma voz escupida con la que habla. Debe tener una existencia miserable. Yo no podría vivir con esa voz de ineficacia las veinticuatro horas en mi cabeza.”
-¿Saben que si me echan puedo iniciarles un juicio? - Apelo a una argucia indeterminada.
-No sé cuán conscientes de eso son- su voz de teclado se vuelve miedosa -, pero estoy segura de que se puede llegar a algún acuerdo. - su voz de miedo suena como la voz que uno le imaginaría a una piedra, o a alguna madera bastante podrida -Vos sos una persona sensata ¿No es cierto? - Y me provoca decirle que no. Que una persona como yo no puede ser sensata. Escuchar esa voz de paralelepípedo me da ganas de decirle que un juicio es lo menos que una persona como yo puede hacer, si quisiera tomar represalias.
-Pregúntele a ellos, doña Alicia- y su voz de pedo sigue en mi mente -. Pareciera que ellos saben más que yo o que usted sobre mi condición.
-Si vos no sabés las cosas que podés llegar a hacer- Dice ahora la vieja-voz-de-pequinés-, tenemos más razones todavía para pedirte que abandones el edificio. - Lo que dice es grave, pero su voz de chatarra oxidada lo agrava más, y provoca mi furia. O sea que ella, voz-de-cenicero, también me quiere echar. Bueno. Si me quieren echar, que me echen.
-Sí. Supongo que tienen razón.- Digo, entrando a mi cuarto, juntando las dos camisas y los numerosos sombreros: lo único que poseía. -Si no quieren a una persona como yo en el edificio, no hay con qué darles. - la vieja cara-de-papa-y-voz-de-archipiélago me mira.
-Tampoco es necesario que te vayas ahora.- Dice con voz de intuición. -No es que te estamos echando.- y ahora su voz suena como un cuento de terror.
-Sí es necesario. - Digo. Me alejo de la vieja-voz-de-tergiversera y camino, lo mejor que puedo, hasta la puerta. -Hasta nunca, voz-de-verga -Le digo, y la vieja-voz-de-aparato-sexual-masculino me mira con sus dos ojos. La miro por última vez y agacho la cabeza para que no golpearme contra el bajo marco de la puerta de calle.
Afuera, ningún taxi me quiere levantar. Encima está lloviendo. Y todo por culpa de los hijos de puta del consorcio y de esa vieja-voz-de-culo.

Envidia del humo

No acostumbraba hacer eso. Tenía el tiempo que durara un cigarrillo. Lo había pedido y, extrañamente, se lo habían dado.
-Bueno. Andá. Fumate un pucho y volvé. -
Salió al patio y en seguida, por un instinto de supervivencia que no conocía, raspó un fósforo e inmediatamente prendió el cigarrillo. Chupaba despacio y suavemente para que su tiempo durara más. No sabía por qué le habían dado ese tiempo. No sabía por qué era tan restringido. Lo único que sabía era que no quería volver adentro. Si pudiera, se quedaría en el patio por el resto de su vida. Pero tenía el tiempo que durara un cigarrillo, que es un poco menos que el resto de su vida.
-No quiero salir y ver que ya se te acabó y que no entraste. O que ni lo prendiste. Andá, fumate un cigarrillo y volvé. No jodas conmigo.-
No acostumbraba hacer esto. Regularmente no le daban tiempo libre ni para dormir. Tenía que dormir mientras trabajaba, aunque eso le trajera problemas con los clientes y, por eso mismo, con el patrón. Pero hoy había sido sensible, el patrón, y le había dado un rato libre para fumar un pucho. O mejor dicho, le había dado un rato libre de la duración de un pucho, según como se lo quiera ver. Ella lo veía así.
No acostumbraba hacer esto. Tener tiempo libre. Fumar sí, cuando algún cliente no tan antipático le invitaba un cigarrillo, y estaba dispuesto a pagar el tiempo de la duración de un cigarrillo. Obviamente, eso pasaba seguido, pero no era tiempo libre. En esos casos ella igual estaba trabajando. Tenía que disimular que era feliz, atractiva, seductora, saludable, y que los cigarrillos y las palabras del cliente eran lo mejor que le había pasado en la vida. Lo mejor que le había pasado en la vida, le pasaba entre diez y quince veces por día.
Lo que nunca acostumbraba hacer era eso, nuevo para ella, de tener tiempo libre. Era una liberación que no podía disfrutar del todo porque no la entendía. Chupaba de a poco. Tan de a poco que tenía miedo de que el patrón se enfureciera por el chantaje y la hiciera trabajar el doble. Podía imaginar sus palabras: “Vos te tomaste el doble de tiempo, ahora vas a compensar. Te dije que no jodieras conmigo.” Soltaba el humo delicadamente, como hacía cuando trabajaba para no parecer grotesca. Mientras lo veía escaparse para arriba y pensaba que le gustaría ser el humo de ese cigarrillo, miraba el lugar en el que estaba: una puerta de chapa azul, abierta, a su izquierda; atrás suyo, una pared en la que se apoyaba; a su derecha una mesa de piedra; un poco más allá de la mesa, la otra pared, alta, de donde colgaban macetas con plantas, algunas secas, otras muy descuidadas; adelante suyo, a unos cuatro metros, una pared con una ventana tapiada. A su izquierda, una puerta azul, de chapa, por donde tendría que volver a trabajar cuando se le acabara el cigarrillo. La voz del patrón todavía retumbaba en su cabeza:
-Andá. Fumate un pucho y volvé.- Ella hacía lo posible porque el humo del cigarrillo no entrara por esa puerta, o por la lejana ventana tapiada pensando que, quién sabe, en una de esas ella se volvería ese humo, ese que está subiendo, alejándose de ella, y podría salir flotando de esa casa, impulsada por su propio aliento. ¿Quién sabe? A lo mejor incluso ella, vuelta humo, sintiera pena por esa miserable muchacha que está ahí, fumando apoyada contra una pared, deseando que ese pucho le durara el resto de su vida.

Inmenso

Como todos los que vieron el mar, Atilio podía pensar La Inmensidad. A diferencia de los que vieron el mar, él nunca lo había visto. La inmensidad la pensaba de otra manera, incluso distinta de los que no vieron el mar, pero sí la llanura. Todos ellos se percatan de Lo Inmenso al ver un paisaje homogéneo sin poder distinguir dónde y cómo acaba. Atilio veía La Inmensidad en miles de cosas que tanto podrían ser miles como una sola -Inmensa- ¿acaso el mar no son millones de partículas de agua? ¿La Pampa no son millones de kilómetros de tierra? Sin embargo la gente ve El Mar -"Es inmenso", dicen- ve La Llanura. Atilio veía la inmensidad en todas partes: en una montaña, en el cielo, pero también en un pie -capaz de aplastar a cientos de hormigas-, incluso en una hormiga... Atilio pensaba a La Inmensidad de una forma totalmente distinta del resto de los hombres. Atilio se veía a sí mismo inmenso. Veía todo Inmenso.
Cuando terminó su vaso de cerveza, levantó la cara y miró a su alrededor. Siguió pensativo, atribulado, un rato más. Miró a los ojos -inmensos- de Claudio y dijo: -Bueno, hagámoslo.- Yo no entendí a lo que se refería, pero no tenía por qué entender. Esto era entre Atilio y Claudio. Los dos se levantaron y Claudio, que sí vio el mar, pensó que cuando para alguien -como Atilio- todo es inmenso, en realidad nada lo es.