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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



viernes, 22 de abril de 2016

Historia argentina. Rodrigo Fresán

“¿Cómo empezar —porque todo tiene su principio— la historia que servirá de respuesta?
Ya sé. Lo mejor es atenerse a las convenciones del género, pisar terreno seguro, allá vamos.
Había una vez…”
 “La vocación literaria”. Fresán

Rodrigo Fresán siempre te descoloca. Lo quieras o no, lo consientas o no, te descoloca. Como ya me pasó al leer Mantra (http://ivanbarbagallo.blogspot.com.ar/2015/02/mantra-rodrigo-fresan.html) y La parte inventada (http://ivanbarbagallo.blogspot.com.ar/2015/06/la-parte-inventada-rodrigo-fresan.html), al terminar de leer Historia argentina (1991) y sentarme a escribir esta breve y poco rigurosa reseña, me encontré nuevamente ante la dificultad de catalogar o definir este libro.  Es cierto que es su primer libro de ficción, y que los procedimientos que más adelante estarán mucho más definidos y más sueltos, acá asoman con un poco de timidez, como pidiendo permiso. Sin embargo uno siente siempre una libertad, una heterodoxia, una originalidad y frescura que no espera de un autor que no tiene el reconocimiento que debería (como me decía aquel vendedor extático: “La gente no sabe lo que es Fresán, no conoce a Fresán”.) Los anteriores libros que mencioné, Mantra y La parte inventada están catalogados como novelas, aunque en realidad están formados por un montón de fragmentos (¿cuentos?) de mayor o menor duración, mayor o menor autonomía del resto de los fragmentos. Es cierto que su cohesión es absoluta, y que forman un todo coherente, como si cada fragmento contribuyera desde su lugar a darle sentido a una trama ulterior, enorme, sólo abarcable (siempre de forma incompleta) por fragmentos.
La editorial Planeta cataloga indefectiblemente Historia argentina como libro de cuentos. Y no hay dudas, ¿o sí?: cada una de las partes que comprenden este libro, son cuentos, señoras y señores. Cuentos, cuentos con todas las letras. Y cuando uno empieza a leer, tampoco lo duda: la primera historia trata de un muchacho al que, para castigarlo por su fanatismo por Mickey Mouse, su familia mandó a trabajar en un restaurante londinense durante la guerra de Malvinas; la segunda, de dos incomprendidos y adelantados padres de la patria en aquella época fundacional; la tercera, sobre un encuentro amoroso muy particular. Y así uno va leyendo los cuentos como entidades autónomas, independientes, autosuficientes. Son todos cuentos, lo que se dice cuentos, lo que uno llama cuentos. Historias breves, separadas, independientes, unidas en un libro por algún criterio oculto que se nos escapa.

viernes, 25 de marzo de 2016

¿Por qué el otoño me gusta tanto?

“Si dejo elegir a mis pies, me llevan camino del mar”. Siempre que escucho esa canción, pienso que si yo dejara elegir a mis pies, me llevarían a buscar un otoño fresco en el campo, cerca de un fuego. ¿Por qué el otoño me gusta tanto? ¿Qué fue lo que pasó un abril fresco y algo nublado, algún día de mi infancia o adolescencia? ¿Dónde?
Sensaciones que constantemente me llevan a ese día idílico y probablemente inexistente, inventado en mi cabeza (seguramente a base de literatura):
El olor del campo en general, el frescor, la sensación de tener las manos y la nariz frías por la mañana, el sol débil y tibio entrando por una ventana, iluminando partículas de polvo que flotan en el aire a su antojo, el olor a humo, a fuego, el crepitar de las hojas y las ramas secas, el olor y el sabor del mate amargo, una casa vieja en un paisaje rural, el sonido algo crujiente de los pasos sobre el piso de tierra, el olor, el ruido y la sensación húmeda que deja la lluvia al retirarse, el sonido suave del agua del río fluyendo, o el chapoteo del agua de una laguna o del Río de La Plata al golpear contra los bordes de algún muelle.
Todas sus variantes, sumatorias y combinaciones sirven para generar en mí el mismo efecto placentero.
Me di cuenta de que constantemente intento reproducir esas combinaciones, tanto en la realidad como en los libros que leo y en la música que escucho. ¿Por eso me gustan tanto Saer, Tizón, Di Benedetto, Fandermole, Carlos Aguirre, Drexler? ¿De ahí que prefiera los paisajes semirrurales de Borges antes que los urbanos de Arlt? ¿De ahí que prefiera el folklore por sobre el tango? ¿De ahí mi desprecio por la capital y mi idealización y añoranza constante de lo rural, de la pampa vacía e infinita, homogénea y hasta aburrida?
Entre Ríos, Fray Bentos y Punta Indio como lugares paradigmáticos: río, campo (y fuego).

Releyendo, pienso que tal vez a todo el mundo le guste lo mismo, y el día idílico que busco reproducir constantemente no sea individual, sino un día idílico de la humanidad toda.

martes, 8 de marzo de 2016

Los ojos de Greta Garbo. Manuel Puig

Es cortito. Es simple. Es póstumo. Es una excusa para hablar de cine en una revista de cine. Y sin embargo, es Puig en su máxima expresión. Puig condensado. Puig sin diluir. Un sobrecito de jugo Puig.
Empecemos por el final: el libro termina con dos artículos, uno sobre Dolores del Río, “Una actriz y sus directores”, y uno sobre la relación entre literatura y cine desde la experiencia de Puig, “El fin de la literatura”. Sobre el primero, no puedo decir nada. No conozco a Dolores del Río, ni a ninguno de los directores que se nombran. Sólo pude sacar en limpio de este artículo la admiración que sentía el escritor por esta actriz, y por sus películas. El artículo que cierra el libro, “El fin de la literatura”, es una excelente comparación entre la experiencia estética de la lectura y la de la visualización de películas. Empieza negando la premisa de que el cine o la televisión van a acabar con el hábito de la lectura. Explica qué es lo que tiene la literatura que hace que sea un género radicalmente diferente del cine: el libro puede esperar, el lector puede volver atrás, puede pausar la lectura y reflexionar, pensar, intentar entender. En cambio, con una película (vista en una sala de cine, se entiende) esto no es posible. Si se te escapó un detalle, se fue, se perdió. No hay chances de dar vuelta la página y volver a ver qué fue eso que pasó por la pantalla tan fugazmente que tus ojos no percibieron y tu atención no retuvo. Además marca la diferencia entre la literatura y el cine desde su experiencia personal de escritura: “Yo no decidí pasar del cine a la novela. Estaba planeando una escena del guión en que la voz ‘en off’ de una tía mía introducía la acción en el lavadero de una casa de pueblo. Esa voz tenía que ser de unas tres líneas de duración, al máximo, y siguió sin parar unas treinta páginas, no hubo modo de hacerla callar [Terminó siendo un capítulo de La traición de Rita Hayworth, tengo entendido.] (…). Creo que lo que me llevó a ese cambio de medio expresivo fue una necesidad de mayor espacio narrativo. (…) El cine exige síntesis, y mis temas me exigían otra actitud  (…)”.

Los cuentos —ninguno de más de diez páginas con márgenes exageradamente grandes— son pequeñas muestras de la estética y la idiosincrasia de Puig. La contratapa nos hace un muestreo de los personajes que habitan estas historias: “un viejo emigrado italiano sueña en la Argentina una videoteca de obras maestras del neorrealismo (…). Una famosa actriz del pasado reconoce, sin ocultar sus celos profesionales, el extraordinario talento de la olvidada Isa Miranda (…). Dos maricas, que viven pendientes de la vida de las estrellas de cine, se conmueven hasta las lágrimas hablando de Silvana Mengano (…). Greta Garbo se le aparece al cineasta Max Ophüls que (…) muere en un hospital”. Es imposible no ver en este repertorio, en estas tramas resumidas, la obra novelística entera de Puig; es imposible no “leer” en estos cuentos, La traición de Rita Hayworth, Boquitas Pintadas, El beso de la mujer araña, Pubis angelical, o cualquier de ellas. Novelas siempre repletas de dramas cotidianos, de chismerío pueblerino, de maricas y de divas de cine. Si no supiera que fueron escritos en 1990 muy poco antes de su muerte, diría que es el germen, la preparación necesaria para sus novelas. Pero teniendo este dato, se puede adivinar que esto es Puig completamente condensado y sin diluir. Puig acotado. Puig sin ese mayor espacio narrativo que lo hizo buscar en la novela su género narrativo predilecto.


lunes, 1 de febrero de 2016

Augurio

El sol se cuela por un agujero de la chapa del techo e ilumina a la araña que, descubierta en mitad de su telaraña, intimidada, se precipita a su nido en un huequito de la pared. El sol es débil, y cada día que se aleja el verano y se adentra en el otoño, se debilita más. El haz de luz pasa como mojando a la translúcida telaraña y va a asentarse, metros más allá, sobre el tejido de lana blanca. El agujero de uno o dos centímetros es circular, y el rayo que lo atraviesa toma su forma pequeña y algo ovalada. Su luz casi no calienta. Pero atraviesa la chapa, la telaraña, el aire silencioso y polvoriento de la mañana y va a recostarse, cansinamente, sobre el tejido de lana blanca que se menea y contonea bajo el movimiento suave, lento pero continuo, de los brazos y las agujas. El tejido blanco y todavía demasiado germinal para ser algo más que un par de hilos enrevesados y promisorios, se vuelve reverberante y con su movimiento y su luz ilumina la cara esperanzada y joven de la tejedora.  Su cara no desvela ningún sentimiento: esos quedan dentro suyo, igual que el nombre de aquel hombre especial que otros intuyen y nadie conoce. Por la pantalla detrás de su frente pasan imágenes crueles y sentimientos turbulentos, pero ella los interrumpe voluntariamente, a su antojo y las transforma en melodías familiares, de sosiego y calma. Transforma las imágenes tensas y vibrantes en felices melodías de pájaros cantando, de fuego crepitando en el horno del pan, de agua brotando de lo hondo de la tierra hacia la superficie. Levanta la vista de su tejido blanco y luminoso. Contempla la casa tranquila como nunca: todos salieron y ella prefirió quedarse, tejer una bufandita previsora. La silla donde está sentada es incómoda. Baja los brazos, alivia la tensión monocorde y repetitiva del tejido. Siente una ligera suavidad en el vientre. Una caricia tibia. Levanta la mirada y ve cómo el sol se cuela por un agujero de la chapa del techo, roza como mojando una translúcida telaraña, atraviesa el aire silencioso y algo polvoriento de la mañana y se posa, delicado y tibio, débil, en su vientre. Se mira, contempla el circulito luminoso sobre su panza. Siente náuseas. Por la pantalla detrás de su frente pasan imágenes crueles, sentimientos turbulentos. Los disipa voluntariamente. Para dejar de pensar, retoma las agujas. El sol vuelve a reverberar sobre la lana blanca y a iluminar indirectamente su rostro. Reemprende el clac clac clac de las agujas golpeándose, rozándose mutuamente. Recomienza el tejido.

viernes, 8 de enero de 2016

Vestido amarillo

Desde atrás, ella veía una figura un tanto deforme: el óvalo brilloso como pulido, la nuca rolliza y redonda, apenas regada de unos pelos grises; el cuerpo enorme, hinchado y con forma de pera enfundado en la sotana negra; el trasero moviéndose exuberante conforme avanzaba por el pasillo hacia la parte de atrás de la iglesia.
—Sabés que El cantor es un pueblo muy pobre— dijo sin mirar hacia atrás.
—De donde vengo yo también, señor. Somos todos muy pobres. Por eso si se nos enferman los animales…
El cura la interrumpió
—Y la iglesia es una institución que por sobre todas las cosas busca la justicia. Yo, personalmente, creo que el hambre es la mayor de las injusticias. Con hambre, los chicos no pueden estudiar. Con hambre, los adultos no pueden trabajar. Ni hablar de venir a misa. Con hambre, se puede pecar sin importarle a uno los castigos divinos. Con tal de conseguir algo de pan, algo de carne, de leche, se pueden cometer los peores sacrilegios.
Antonia escuchaba mientras caminaban cada vez más despacio. De vez en cuando el cura frenaba y se daba la vuelta para ver si la joven lo estaba siguiendo, si lo estaba escuchando.
—Hace unos años vivió una mujer en el pueblo. Era muy devota, muy muy muy devota. Vivía cerca de la plaza. Su marido trabajaba en el quebrachal, y ella cuidaba a los nenes. Tenían cinco. Todos chiquitos, creo que dos eran mellizos. Todos los domingos venían a misa. No faltaban un día, eh. Siempre, los siete. Se sentaban en la primera fila y escuchaban con atención. Ella se confesaba todos los fines de semana, y se sentía muy mal si alguna que otra vez cometía algún pecado menor o infligían alguna ley sin sentido. Me acuerdo que un sábado vino llorando porque su vecina se había comprado un vestido amarillo. ¿Qué tendrá de triste un vestido amarillo, no? —se dio vuelta, y miró a Antonia con una sonrisa que le provocó asco. —Me acuerdo que vino apurada. Vino caminando, casi corriendo desde su casa. Serán como dos kilómetros de acá. Cuando entró a la iglesia todavía no lloraba, pero apenas entró en el confesionario... Entró a llorar a lágrima viva. “Pero ¿qué pasa, hija? ¿Qué pasó?” me acuerdo que le pregunté. Y ahí es que me dijo, cortado, entre sollozos, que hacía un par de días su vecina se había comprado un vestido amarillo. Por un momento pensé que me iba a venir con que creía que había hecho un pacto con el diablo, o algo así… Por el amarillo, el azufre... —hizo una pausa esperando la respuesta de Antonia que nunca llegó— La gente acá cree en esas cosas… Pero no. Ella lloraba que daba pena; inconsolable. No le podía entender ni medio de lo que decía, se atragantaba con su propio llanto, con sus lágrimas, con los mocos. La mujer estaba hecha un desastre. Yo me asusté, me imaginé de todo. “¿Qué pasó, hija?” le volví a preguntar. ¿Y sabés qué me contestó? Que a su vecina le quedaba tan lindo, y ella vestida como una zaparrastrosa, que se gastaba toda la plata que ganaba su marido en comida para sus hijos, y que por un momento sintió mucha envidia. Y se quedó callada. Llorando, claro, pero no habló más. “¿Y qué más, hija?” le pregunté, esperando que me dijera que por eso le había robado una gallina, o la había maldecido, la había escupido en la cara, le había roto el vestido, no sé, algo. Cualquier cosa. “Nada más”, me dijo. Que cuando la vio con el vestido nuevo sintió envidia. Pero mucha envidia. Tanta envidia que deseó estar en su lugar. Sin hijos, con una casa arreglada: su marido trabajaba para el estado, o algo así, y ganaba un buen sueldito, me contó. Y después se sintió tan mal que tuvo que venir a verme. Sentía que había traicionado a su marido, a su familia. ¿Sabés qué le dije yo? “Mirá, Rosa (Rosa se llamaba esta mujer), la envidia es el menor de tus problemas”. Se quedó callada, la pobre. No entendía nada. Dejó de llorar, dejó de sollozar, solamente se escuchaba la succión de la nariz cuando se tragaba los mocos. No podía entender. “Vamos a ver”, le dije. “La envidia por sí misma es un pecado menor. Mientras vos no hagas nada con eso, no pasa nada”. ¡Y claro! La gente no entiende cuál es la función de los pecados. Algunos me dicen cínico, pero si vamos a ser honestos—para ese momento el cura obeso había dejado de caminar. Estaba agitado, y se había apoyado contra una pared para descansar—, todo eso de los pecados está muy bien, todo muy lindo. Pero ¿cómo podés esperar que una mina que no tiene un mango no envidie a su vecina que puede arreglar su casa y comprarse un vestido? Y eso es lo de menos. ¿Cómo podés esperar que un tipo que se rompe el lomo laburando en el quebrachal diez, doce horas por día, al sol, y apenas tiene para comer no envidie al capataz que va y viene de acá para allá en su camioneta cuatro por cuatro con aire acondicionado? Y por suerte que a los directivos y dueños de la empresa ni los conocen, porque si no… Pero bueno. Mi opinión (y esto es lo que le dije, más o menos, no tan crudamente) es que la función de la iglesia en estos páramos es la de mantener la civilización. Porque con la miseria que hay, si no fuera por nosotros —se señaló a sí mismo. A su cuerpo gordo recubierto en una sotana del tamaño de una sábana—, todos se estarían matando entre todos. Y muchos piensan: “este gordo es un cínico.” —se quedó callado. Antonia no emitió sonido— Muchos colegas míos que vienen desde San Salvador, o mismo desde Formosa y Resistencia me dicen: “Vos estás equivocado. Esa es la función de la policía, la de evitar que la gente se mate entre sí por un pedazo de pan, por un litro de leche para sus hijos, por un vestido amarillo. Nuestra función en la tierra es otra”. Pero ellos no viven acá. No saben que acá la policía está como quien dice de adorno. Hay dos patrulleros, un par de efectivos y el comisario. Yo los conozco a todos. Y son uno peor que el otro. El peor es el comisario, claro… Bueno, eso no importa. Yo creo que si no fuera por la iglesia, hasta los policías se matarían entre ellos buscando una tajada mayor—hizo una pausa, pensativo—. De hecho, lo hacen aunque estemos nosotros acá. Pero creo que si no estuviéramos sería todo mucho peor. Un día lo confesé al comisario, y si te contara… Pero te estaba diciendo que le dije a Rosa: “La envidia es el menor de tus problemas.”, le dije. “Porque ponete a pensar: acá todo el mundo es envidioso, es perezoso, siente ira, es lujurioso, y todas esas cosas. Lo importante es no hacer nada con eso que sentís: ¿Odiás a tu jefe porque te hace laburar por chirola? Está bien, odialo. Pero no le hagas nada, porque ahí estamos en problemas. ¿Estás cansado y preferís quedarte tomando una cerveza en vez de ir a la zafra? (¿Quién no peca de pereza, no?), está bien, rezá uno, dos, tres padrenuestros y un par de avemarías, pero trabajá. ¿Sentís envidia de tu vecina porque tiene un vestido amarillo hermoso? Sentila. Es imposible que no la sientas, si vos tenés un vestido viejo y rotoso. En estos páramos es imposible evitar los pecados. Ni hablemos de la avaricia, el orgullo, la gula y el peor, la lujuria. Todos somos pecadores en El cantor. Pero yo me conformo con que no seamos asesinos, no seamos ladrones. Con que no nos estemos matando unos a los otros todo el tiempo, yo me conformo”.

sábado, 24 de octubre de 2015

El entenado. Juan José Saer

“De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo”.
El entenado.

Con esta frase empieza El entenado, de Juan José Saer: una novela en la que un anciano cuenta sus peripecias de juventud, cuando vagando por los puertos se embarcó en una expedición hacia América durante la cual muchos de sus compañeros resultaron asesinados y luego devorados por una tribu que, por alguna razón difícilmente comprensible, no lo asesinaron y comieron a él, sino que lo mantuvieron hasta que, diez años más tarde lo liberaron a manos de otra expedición que lo devolvió a Europa. El hecho de que esta novela esté basada en un acontecimiento histórico reconocible como la expedición de Solís al Río de la Plata, y su acción transcurra en el tan lejano siglo XVI, tiene una vinculación evidente con la problematización que hace en reiteradas ocasiones sobre la idea de la memoria, de su fiabilidad y de la posibilidad de la representación de hechos pasados.
Entre las primeras páginas de la novela el narrador afirma “que el recuerdo de un hecho no es prueba suficiente de su acaecer verdadero” (P. 40) para luego comparar la materia del recuerdo con la del sueño. Mientras vamos adentrándonos en la novela, en la vida de los indios americanos y en los recuerdos del narrador se ponen en tensión dos formas de concebir el mundo, dos cosmovisiones, que traen aparejadas dos formas de concebir la memoria. Por un lado, la de los indios, que viven presos del caos absoluto, que tienen que trabajar constantemente para que el mundo no sea tragado por la negrura, por el devenir que todo lo corroe, y que necesitan del narrador, del def-ghi para
“que duplicara, como el agua, la imagen que daban de sí mismos, que repitiera sus gestos y palabras, que los representara en su ausencia y que fuese capaz, cuando me devolvieran a mis semejantes, de hacer como el espía o el adelantado que, por haber sido testigo de algo que el resto de la tribu todavía no ha visto, pudiese volver sobre sus pasos para contárselo en detalle a todos (…). Querían que de su pasaje por ese espejismo material quedase un testigo y un sobreviviente que fuese, ante el mundo, su narrador”. (P. 191)

lunes, 20 de julio de 2015

Tristes Trópicos

Esa tarde las mujeres estaban más inquietas de lo normal. Las más jóvenes habían vuelto de la selva con unas hojas que, masticadas y hervidas, servían para hacer una bebida alucinógena muy potente. Los hombres estaban inmóviles junto al fuego, meditabundos. Miraban a las mujeres hacer el trabajo y esperaban. Todavía faltaban unas horas para el anochecer. Los niños corrían desentendidos junto al río potente y marrón. Las mujeres maduras se encargaban de la comida, mientras que las ancianas masticaban las hojas y las escupían en un cuenco de madera.
            La tarde era caliente y ruidosa. Los insectos estaban despertando de su sopor diurno y empezaban a atacar las pieles oscuras y curtidas de los hombres que yacían quietos junto al fuego. Los pájaros silbaban desde las ramas de los árboles y los peces en el río se acercaban a la superficie a intentar conseguir su alimento. Las ranas y las chicharras comenzaban a entonar su sinfonía diaria. La selva rugía su vida de atardeceres y anunciaba la llegada de una oscuridad engañosa que simularía quietud y calma pero ocultaría invisibles movimientos, amenazadores para los incautos pero de sobra conocidos para los hombres acostados junto al fuego, para las mujeres que alistaban la comida, para las ancianas que preparaban el brebaje, para los niños y las niñas que jugaban en la orilla del río.
            Esa tarde las mujeres estaban inquietas, y eso significaba que algo importante estaba por ocurrir. El concejo de ancianos se había reunido la noche anterior y habían fumado y cantado y bailado junto a un fuego solitario y secreto, en los confines de la selva. Después se habían acostado a la intemperie, en un claro donde los árboles no habían crecido, o habían sido derribados siglos atrás para contemplar al espíritu de la luna llena iluminando el mundo con su luz hecha de hielo y oscuridad. En ese claro yacieron, sin más compañía que la luna y el cielo estrellado. Y en ese cielo luminoso leyeron el mensaje. Y junto a ese cielo y a esa luna se quedaron a esperar que el sol ahuyentara los peligros y los miedos. Al amanecer volvieron al campamento y encargaron a las mujeres los preparativos, antes de irse a descansar.
            Ya el sol se había escondido por detrás de los árboles verdes e inmensos. Sólo las fogatas, que esta noche eran muchas, brindaban desinteresadas un poco de luz y calor. Los pescados ya se estaban asando en las brasas y la bebida ya había empezado a circular. La música ritual empezó a sonar por sobre la música natural de la selva nocturna. Los tambores pequeños y agudos, hechos con cueros de reptiles y los grandes y graves, hechos con cuero de vaca o de cabra; las maracas hechas con semillas, y las flautas hechas con ramas huecas de caña tacuara. La danza invocaba a los espíritus de la selva y la bebida alentaba su aparición. Todos bailaban, todos comían, todos tomaban del brebaje alucinógeno. De pronto la selva oscura empezó a florecer y a iluminarse. El río, marrón de día y negro por la noche se volvió del color del fuego, tomó su fuerza del sol y la irradió a sus orillas. Los sapos y las flautas, los pájaros nocturnos, los tambores, todo se unía para lograr una sinfonía cada vez más espléndida.
Algunos creyeron ver un murciélago negro y gigante surcando el cielo iluminado por la cálida luz del río. Todos se asustaron. Creyeron comprender el mensaje de los espíritus de la selva: el mensaje maligno de los espíritus buenos o el mensaje amenazante de los espíritus malignos que la noche anterior la luna había adelantado sólo a los sabios ancianos que la contemplaron en el claro de la selva. El anciano Miguel vio el fuego del futuro y la muerte de sus amigos y de su familia. Sintió el fuego en su estómago y la muerte en su corazón. Nadie supo por qué se tiró al río. Acaso para beber su agua helada y calmar el calor de sus tripas. Quizás fue por desesperación. Tal vez haya querido beber toda el agua del río, que era fuego, que era muerte, para salvar a su tribu. Algunos pensaron que el alma del anciano Miguel se había ido de su cuerpo antes de morir, y que fue ella quien surcó el cielo en forma de murciélago negro y gigante para advertirle a su gente del fuego y de la muerte y de lo monstruoso y ruidoso y de los árboles cayendo y sus casas desapareciendo.


La constructora ya había hablado con el gobierno, el gobierno ya había hablado con los indígenas, los indígenas habían aceptado. Los obligaban a abandonar sus tierras, eso estaba fuera de discusión. A cambio, les ofrecían unas hectáreas río abajo donde estarían más cómodos: tendrían cloacas, agua corriente, luz eléctrica; estarían cerca de la ciudad y de los almacenes y de los hospitales y de las escuelas. Ellos habían dudado, pero terminaron aceptando. Se fijó una fecha. Ese día, pasarían a buscarlos con los camiones y los llevarían a sus nuevos hogares. Ese mismo día, vendrían los hombres con las máquinas y empezarían a desmontar y a preparar el terreno y las inmediaciones para la construcción del estadio de fútbol.
       El día fijado, llegaron primero los camiones del ejército. Después, los hombres con las máquinas. Pero en vez de encontrar a un grupo triste de hombres y mujeres pobres y desnudos, esperándolos junto a sus casuchas destartaladas, entre el río y la selva, lo que encontraron fueron cenizas humeantes. No había gente. El único rastro de vida humana eran las cazuelas de las cuales la noche anterior habían estado bebiendo y las cenizas que estaban donde alguna vez habían estado las chozas. 
     Hubo un desconcierto general. No sabían qué hacer. ¿Empezar a desmontar? ¿Volver otro día? Esperaron unas horas hasta que algún coronel lejano dio la orden: proceder. No iban a andar preocupándose por un par de indiecitos que desaparecieron del mapa de golpe. Tenían cosas más importantes de qué encargarse, como combatir los disturbios que estaban habiendo en la capital, o  diagramar la organización del mundial de fútbol, por nombrar un par de ejemplos.